—
¡Nunca se te ocurra dar lo mejor de ti a un canalla! ¡¿Me oyes…?! ¡Nunca!
–gritó desesperada. Y al instante, espantada de sí misma–: ¡Perdóname, por
favor! ¡Perdóname! –rogó, y tomando asiento con mano temblorosa encendió un
cigarrillo–. Créeme,
no era mi intención hacerte daño.
—Descuida.
Tan sólo habré de llevar los hombros cubiertos durante unos días. Por lo demás,
salvo ese nimio detalle me parece que tengo todos los huesos en su sitio
–ironizó al tiempo que palpaba la zona agredida.
—Te
duele mucho, ¿verdad? De veras lo siento, compañera. Permite que eche un
vistazo a tus hombros, por favor.
—Te
aseguro que no es para tanto. Pero si eso te hace sentir mejor, adelante
–animó, desabotonándose la camisa y dejándose examinar los hombros.
—Soy
una bestia –afirmó disgustada Marion.
—No
digas eso, por favor. Ni eres una bestia ni hay motivo para disgustarse.
—
¡Vaya si lo hay! Espera... Si mal no recuerdo tengo una pomada que te vendrá de
perlas –dijo, precipitándose hacia el botiquín de primeros auxilios–. ¡Aquí
está! ¿Me permites...? –y al tiempo que aplicaba el ungüento sobre la zona
afectada–: ¿Sientes algún alivio?
—Sí
–mintió Frida–. Déjalo ya, Marion. Le estás dando demasiada importancia –y mascullando entre dientes–. Esperemos que
no sea peor el remedio que la enfermedad.
—
¿Por qué va a ser peor...?
—Por
nada en particular –y jocosa–: ¿Hace cuántos siglos guardas ese potingue? A
juzgar por su aspecto, yo diría que unos cuantos. ¡Menuda piltrafa! Está claro
que estás dispuesta a desembarazarte de mí al precio que sea –aseguró riéndose,
y con chanza–: ¡Y pensar que estuve a punto de confesarte mi máxima aspiración!
¡Ahora no me atrevería por nada del mundo!
—
¿Sí...? ¡Me muero de curiosidad! –y coreando las risas de Frida–. ¡Vamos, a qué esperas para confesarte!
—
¿Seguro no me pegarás por ello...? No sé si atreverme a correr el riesgo.
—
¡Suéltalo ya, por favor! ¡Soy toda oídos!
—Está
bien, te lo diré: Mi máxima aspiración es amar y ser amada.
—
¿De veras me lo dices...? El amor es abnegación, sacrificio, renuncia, entregar
lo mejor de uno mismo sin esperar recompensa alguna... Y ahora dime: ¿Cuántas
personas están dispuestas a darlo todo a cambio de nada? ¿Eres tú acaso ese
mirlo blanco que está dispuesto a sacrificarlo todo por otra persona? No me
digas que sí porque no me lo creo. El amor desinteresado no existe.
—No
seas cruel. Me es vital seguir albergando la esperanza de hallar el amor.
—
¿De qué sirve engañarse a uno mismo...?
—
¿Aún no has comprendido que necesito creer en el desprendimiento humano?
—
Desengáñate, amiga, el amor tal cual lo entiendes no existe –insistió machacona–.
Más bien es el deseo de aferrarse a algo sólido lo que nos invita a confundir
necesidad de no sentirse solo con amor.
—
¿En qué se convierte la vida sin amar pues...? ¿Podrías decírmelo tú?
—En
dignidad, querida..., en dignidad –respondió con voz solemne–. Entiendo que el
“amor” es sinónimo de esclavitud: la esclavitud del espíritu, puesto que anula
el pensamiento lógico. Aunque también he de reconocer que no estoy en posesión
de la verdad absoluta —y ante la aflicción de Frida–: ¡Se acabó la
conversación! No te tortures más, ¿vale? Nunca se sabe lo que nos deparará la
existencia.
—Supongo
que a mí nada bueno –dijo Frida, enjugándose las lágrimas.
—No
estés tan segura de ello. Es posible que el día menos pensado encuentres el
amor que tanto deseas. Pero en tanto llega ese día... ¿Aceptarías una
sugerencia?
—Por
supuesto.
—Debes
procurarte una independencia económica. Sólo así no estarás supeditada a un
hombre. Al menos no por el hecho de cubrir tus necesidades materiales.
—Me
merezco el reproche –dijo, hundiendo la cabeza en el pecho.
—No
lo entiendas como tal. Por desgracia, es un mal generalizado. Un mal que aqueja
a infinidad de mujeres.
Frida
guardó silencio y su mirada adquirió un matiz grave, preocupado.
—De
pronto me ha asaltado una angustia irracional.
—
¿Soy la causante de tu desasosiego?
—Para
nada. Esto se lo debo a mi estado anímico. Últimamente me suele jugar malas
pasadas.
—
¿Seguro que no es debido a mi comportamiento...? Te hice daño...
—Olvídalo.
Si he de serte sincera, esto me ocurre... –tragó saliva –. Me ocurre cada vez
que pienso en acostarme con desconocidos. Dudo si tendré fuerzas para
soportarlo.
—Las
tendrás. Sí, siempre y cuando te lo tomes como una transacción comercial.
—Confío
en que Dios me ayude a superarlo. Rogaré para que así sea.
—Dios...
No me llevo muy bien con Él, ¿sabes? Le he enviado tantas súplicas... Pero
nunca he recibido acuse de recibo por su parte. Desconozco si mis peticiones de
auxilio han sido interceptadas por Lucifer, o si es que el Divino pasa
olímpicamente de mis desdichas.
—Estás
muy dolida, querida. Te han infligido un gran daño, ¿verdad?
—Me
encuentro perfectamente. Mejor que nunca –dijo con sequedad. Y orgullosa,
elevando la barbilla–: ¿Por qué razón habría de estar mal?
—Si
necesitas descargar tus congojas... Aquí me tienes.
—No,
gracias. Me resulta incómodo poner al descubierto mi intimidad –respondió con
acritud. Y al instante, mordiéndose los labios–: Quizá algún día... –dejó la
frase en el aire y se friccionó el cuero cabelludo, como si el masaje contribuyese
a ahuyentar los ingratos recuerdos. Poco después argumentó una excusa y se fue
del hotel.
Días
más tarde efectuaron el traslado. Marion se ocupó de insertar anuncios por
doquier. Y la llegada de clientes no se hizo esperar.
© María José Rubiera Álvarez