lunes, 25 de julio de 2016

El estigma de Urd (cap. II)

Los recuerdos se agolpaban en la mente de Frida.

Había llegado al límite. Libertad de elección o supeditación al deber: he aquí el dilema que se había prometido resolver sin más dilación. “He de hablar contigo”, le dice al cónyuge. Él asiente con la cabeza. Se dirigen a la sala de estar y toman asiento. Después de un forzado preámbulo declara que ha dejado de amarlo como mujer y le es imposible seguir fingiendo lo contrario. Él absorbe cada una de las declaraciones que a borbotones salen de la boca femenina. Los músculos de su cara permanecen inalterables: sólo la lividez del rostro denota la conmoción que le causan las palabras emitidas por aquella en la que ha volcado todas sus ilusiones. Imperceptiblemente se va encogiendo sobre sí mismo, como si de repente una fuerza desconocida actuara sobre su masa, impeliéndolo a menguarse. Permanece en silencio, aun después de que ella haya dejado de hablar. Luego, incorporándose con dificultad, como si sobre sus hombros pendiera onerosa carga, gira sobre sus talones, se dirige a la puerta de entrada y dando un portazo se va del domicilio conyugal. Permanece ausente unos días. A su regreso, nada parece haber cambiado: su actitud para con ella en absoluto difiere de la acostumbrada. Pero ella sabe que algo se ha roto para siempre y a no tardar él le hará pagar el golpe asestado.
Como temiera en su momento, la sinceridad de la que hiciera gala no hizo sino empeorar la relación. Las disputas se suceden con insoportable frecuencia. La vida en común acaba por convertirse en una batalla campal, donde cada adversario pierde un poco de sí mismo cada vez. Ella se pregunta hasta cuándo y cuánto está dispuesta a soportar. Considera que tiene derecho a rehacer su vida como mejor le plazca, y manifiesta su deseo de pedir la separación. Él, prorrumpiendo en sarcástica carcajada, no sólo se niega a concederle la libertad sino que de llevar a efecto la separación amenaza con hacerle la vida imposible...

— ¿Soy el protagonista de sus sueños...? –preguntó burlón el viajero.
— ¿Perdón...?  ¡Es usted un insolente! –replicó Frida. Se le había acercado, y esgrimiendo una sonrisa seductora la examinaba desde su altura.
Era un hombre apuesto: alto, estilizado; cabello negro, tez morena, rostro anguloso, boca sensual, nariz aquilina, ojos azabachados... Durante décimas de segundo las pupilas femeninas se quedaron atrapadas en las pupilas masculinas. 
—Aún no me he presentado –afirmó risueño.
—Ahórrese la molestia. Buenas tardes.
—Reconozco mi brusquedad. ¿Querrá perdonarme, señorita...? –preguntó. Sin esperar respuesta se instaló en la plaza contigua. Su pierna rozó intencionadamente la pierna de la joven: en sus labios se dibujaron pasiones inconfesables.
Apretujada contra la ventanilla Frida se preguntaba qué intenciones albergaba aquel fulano. “¿Será un pervertido?”, se decía. Fingió enfrascarse en la contemplación del paisaje, al tiempo que urdía el modo de zafarse del posible violador. Por espacio de media hora, que a la joven se le hizo eternidad, siguieron uno al lado del otro. Ella expectante, el pulso desbocado, la respiración entrecortada, sudorosas las manos. Él exhibiendo una sarcástica sonrisa, saboreando la dulce venganza: la llevaba planeando desde que ella se fumara el segundo cigarrillo.
Un silencio tenso se fue enseñoreando del ambiente.
—Se avecina una noche infernal –aseguró él, rompiendo el hielo. Y locuaz–: ¿Te dan miedo las tormentas?
El inesperado tuteo tuvo la facultad de actuar como resorte. Frida se puso en pie, evitando rozar  las rodillas masculinas. Y empuñando la valija solicitó:
— ¿Me permite el paso, por favor? –y ante la muda indiferencia del desconocido, con voz trémula–: ¡Por favor...! ¿Sería usted tan amable...?
El hombre emitió una risita sardónica, y retirando las largas piernas le permitió el paso. Frida sintió que le flaqueaban las fuerzas. Pero el cuerpo erguido, altanera, enfiló el estrecho pasillo hasta lograr acceder a la plataforma.
© María José Rubiera




domingo, 17 de julio de 2016

El estigma de Urd (cap. I )


Frida observaba el raudo avance del convoy. Mantenía el rostro pegado a la ventanilla, presa de ese hipnótico efecto en el cual árboles, postes telegráficos, columnas de alta tensión… parecen adquirir cualidad animada y desplazarse en dirección inversa a la del vehículo en que viajamos. El firmamento lucía lóbrego, preludiando la tormenta que se avecinaba: en vano los rayos solares pugnaban por traspasar los entresijos de las nubes. El estío había llegado a su fin. El otoño dejaba sentir su melancolía.
Frida emitió un suspiro y apartando la mirada del exterior examinó el compartimento. En sus labios se marcó un mohín de fastidio. Hasta ese momento no había reparado en la advertencia de “no smoking”. ¿Cómo pudo habérsele olvidado que ya no se  permitía fumar en los trenes?  Lo cierto es que de un tiempo a esta parte parecía hallarse en la luna: se había vuelto olvidadiza, distraída... Tanto, que ni siquiera recordaba cómo ni cuándo había llegado a la estación, ni a qué hora, ni cómo había llegado a ocupar aquel compartimento. Ella, fumadora empedernida, ¿podría privarse de fumar durante horas? Su organismo clamaba por un cigarrillo y la prohibición, lejos de hacerla desistir, estimulaba aún más su ansiedad. “Después de todo, de decidirme a encender un cigarrillo no se originará un motín a bordo”, se dice, observando al único viajero que se halla al otro extremo de donde ella se encuentra. Enciende un cigarrillo,  da un par de caladas y saborea el humo con fruición.
—¿Acaso no sabe leer, señorita?
Frida se sobresaltó: la voz masculina sonaba a enojo. Confundida ante la inesperada admonición apagó el cigarrillo y arguyó una disculpa:
—Si se refiere a la prohibición de fumar, le pido disculpas –y mintiendo con descaro–. No me había percatado de su presencia.
—El mero hecho de disculparse no justifica su proceder. Por su culpa, desconsiderada señorita, me pasaré el resto del día incómodo –respondió malhumorado. Y estornudando repetidas veces se le oyó mascullar un airado “¡maldita sea!”
—Créame... Lo lamento.
—¡Esto rebasa el colmo del cinismo! ¡Es evidente que a usted le importa un bledo observar las reglas que hacen del civismo una virtud! –replicó cáustico el pasajero.
—No creo le asista derecho alguno a…
—¿Le parece insuficiente el derecho de usuario…?
—Ya le he pedido disculpas, con creces –afirmó Frida.
—¡Estúpida niñata…! ¡Váyase al infierno! –exclamó con acritud, sonándose la nariz con exagerado estruendo.
—¡Pero… ¿Quién se ha creído que es?!
El intercambio de denuestos estaba teniendo lugar sin que ninguno de los dos abandonasen sus respectivas plazas, aún más: el viajero ni se había dignado volver la cabeza en dirección a donde se hallaba Frida. Ella, retadora, sintiéndose incomodada y ofendida encendió otro cigarrillo. Esta vez el desconocido no manifestó su desagrado. Pasado un tiempo, Frida ignoró la presencia masculina, y abatiendo los párpados con indolencia se entregó a sus propios pensamientos. Había abandonado su hogar. Sí, había huido, al igual que un prófugo de la justicia: a hurtadillas, subrepticiamente. Ahora se preguntaba cuál habría sido la reacción del marido al descubrir la inesperada ausencia de la esposa.


© María José Rubiera Álvarez








miércoles, 13 de julio de 2016

El estigma de Urd (Introducción)

La estación era un hervidero de gente.
Individuos de índole diversa ajetreábanse cuales afanadas hormigas. Entraban o salían del recinto, cargando engorroso equipaje. Aguardaban ante las ventanillas expendedoras de billetes. Adquirían la prensa o alguna otra lectura que lograse hacerles más ameno el viaje. Pero la mayor afluencia de tráfago humano se registraba en el andén: amartelados novios, soldados, monjas, comerciales, busconas, estudiantes, raterillos al acecho de víctimas distraídas que se dejaran aligerar la cartera se entrecruzaban, compartiendo la misma caótica locura. En suma, pululaba por el lugar todo un elenco de actores y actrices anónimos para el Mundo... Anónimos, salvo para el propio entorno donde acostumbraba desarrollarse su vida. Un elenco que sin ambages exponía su inquietud, su ansiedad, su pena o su contento.
Un agudo silbido asordó el aire. Se originó un estremecimiento, acompañado de un gemido, y el tren comenzó su andadura por la vía férrea.
El convoy deslizábase con gracia felina por los raíles, ejecutando acompasadas y rítmicas cadencias. Adagio, andante, allegro, presto, vivace fueron en continuo crescendo hasta culminar en vivacísimo. Y la mole, gloriosa, triunfante, desdeñosa e indiferente, ignorando a la muchedumbre se fue perdiendo en la distancia. Atrás habían quedado aquellos que bien por un motivo u otro aún permanecieran en el lugar: La pareja de avanzada edad que con ojos cansinos consultaba el horario de los trenes. La mujer que alejada del bullicio oteaba la lejanía, a la espera quizá de la  inminente arribada de un tren. La señora entrada en carnes, que llorosa y compungida había despedido al soldadito ataviado con el veste de la milicia. Los pañuelos agitados por el festivo y ruidoso grupo, que minutos antes acompañara a unos recién casados, los cuales habían soportado con estoicismo el atosigamiento de las despedidas. Los recién desposados se mostraban sonrientes y serenos, pero un agudo observador hubiera podido apreciar en su furtivo intercambio de miradas el vehemente deseo de quedarse a solas y disfrutar de los preliminares que culminarían en el tálamo.

© María José Rubiera Álvarez