Los recuerdos se agolpaban en la
mente de Frida.
— ¿Soy el protagonista de sus sueños...? –preguntó burlón el viajero.
—Ahórrese la molestia. Buenas tardes.
Había llegado al límite. Libertad de elección o
supeditación al deber: he aquí el dilema que se había prometido resolver sin
más dilación. “He de hablar contigo”, le dice al cónyuge. Él asiente con la
cabeza. Se dirigen a la sala de estar y toman asiento. Después de un forzado
preámbulo declara que ha dejado de amarlo como mujer y le es imposible seguir
fingiendo lo contrario. Él absorbe cada una de las declaraciones que a
borbotones salen de la boca femenina. Los músculos de su cara permanecen
inalterables: sólo la lividez del rostro denota la conmoción que le causan las
palabras emitidas por aquella en la que ha volcado todas sus ilusiones.
Imperceptiblemente se va encogiendo sobre sí mismo, como si de repente una
fuerza desconocida actuara sobre su masa, impeliéndolo a menguarse. Permanece
en silencio, aun después de que ella haya dejado de hablar. Luego,
incorporándose con dificultad, como si sobre sus hombros pendiera onerosa
carga, gira sobre sus talones, se dirige a la puerta de entrada y dando un
portazo se va del domicilio conyugal. Permanece ausente unos días. A su
regreso, nada parece haber cambiado: su actitud para con ella en absoluto
difiere de la acostumbrada. Pero ella sabe que algo se ha roto para siempre y a
no tardar él le hará pagar el golpe asestado.
Como temiera en su momento, la
sinceridad de la que hiciera gala no hizo sino empeorar la relación. Las
disputas se suceden con insoportable frecuencia. La vida en común acaba por
convertirse en una batalla campal, donde cada adversario pierde un poco de sí
mismo cada vez. Ella se pregunta hasta cuándo y cuánto está dispuesta a
soportar. Considera que tiene derecho a rehacer su vida como mejor le plazca, y
manifiesta su deseo de pedir la separación. Él, prorrumpiendo en sarcástica
carcajada, no sólo se niega a concederle la libertad sino que de llevar a
efecto la separación amenaza con hacerle la vida imposible...
— ¿Soy el protagonista de sus sueños...? –preguntó burlón el viajero.
— ¿Perdón...? ¡Es usted un insolente! –replicó Frida. Se le
había acercado, y esgrimiendo una sonrisa seductora la examinaba desde su
altura.
Era un hombre apuesto: alto,
estilizado; cabello negro, tez morena, rostro anguloso, boca sensual, nariz
aquilina, ojos azabachados... Durante décimas de segundo las
pupilas femeninas se quedaron atrapadas en las pupilas masculinas.
—Aún no me he presentado –afirmó
risueño.—Ahórrese la molestia. Buenas tardes.
—Reconozco mi brusquedad. ¿Querrá
perdonarme, señorita...? –preguntó. Sin esperar respuesta se instaló en la
plaza contigua. Su pierna rozó intencionadamente la pierna de la joven: en sus
labios se dibujaron pasiones inconfesables.
Apretujada contra la ventanilla
Frida se preguntaba qué intenciones albergaba aquel fulano. “¿Será un
pervertido?”, se decía. Fingió enfrascarse en la contemplación del paisaje, al
tiempo que urdía el modo de zafarse del posible violador. Por espacio de media
hora, que a la joven se le hizo eternidad, siguieron uno al lado del otro. Ella
expectante, el pulso desbocado, la respiración entrecortada, sudorosas las
manos. Él exhibiendo una sarcástica sonrisa, saboreando la dulce venganza: la
llevaba planeando desde que ella se fumara el segundo cigarrillo.
Un silencio tenso se fue
enseñoreando del ambiente.
—Se avecina una noche infernal
–aseguró él, rompiendo el hielo. Y locuaz–: ¿Te dan miedo las tormentas?
El inesperado tuteo tuvo la
facultad de actuar como resorte. Frida se puso en pie, evitando rozar las rodillas masculinas. Y empuñando la
valija solicitó:
— ¿Me permite el paso, por favor? –y ante la
muda indiferencia del desconocido, con voz trémula–: ¡Por favor...! ¿Sería
usted tan amable...?
El hombre emitió una risita
sardónica, y retirando las largas piernas le permitió el paso. Frida sintió que
le flaqueaban las fuerzas. Pero el cuerpo erguido, altanera, enfiló el estrecho
pasillo hasta lograr acceder a la plataforma.
© María José Rubiera