miércoles, 13 de julio de 2016

El estigma de Urd (Introducción)

La estación era un hervidero de gente.
Individuos de índole diversa ajetreábanse cuales afanadas hormigas. Entraban o salían del recinto, cargando engorroso equipaje. Aguardaban ante las ventanillas expendedoras de billetes. Adquirían la prensa o alguna otra lectura que lograse hacerles más ameno el viaje. Pero la mayor afluencia de tráfago humano se registraba en el andén: amartelados novios, soldados, monjas, comerciales, busconas, estudiantes, raterillos al acecho de víctimas distraídas que se dejaran aligerar la cartera se entrecruzaban, compartiendo la misma caótica locura. En suma, pululaba por el lugar todo un elenco de actores y actrices anónimos para el Mundo... Anónimos, salvo para el propio entorno donde acostumbraba desarrollarse su vida. Un elenco que sin ambages exponía su inquietud, su ansiedad, su pena o su contento.
Un agudo silbido asordó el aire. Se originó un estremecimiento, acompañado de un gemido, y el tren comenzó su andadura por la vía férrea.
El convoy deslizábase con gracia felina por los raíles, ejecutando acompasadas y rítmicas cadencias. Adagio, andante, allegro, presto, vivace fueron en continuo crescendo hasta culminar en vivacísimo. Y la mole, gloriosa, triunfante, desdeñosa e indiferente, ignorando a la muchedumbre se fue perdiendo en la distancia. Atrás habían quedado aquellos que bien por un motivo u otro aún permanecieran en el lugar: La pareja de avanzada edad que con ojos cansinos consultaba el horario de los trenes. La mujer que alejada del bullicio oteaba la lejanía, a la espera quizá de la  inminente arribada de un tren. La señora entrada en carnes, que llorosa y compungida había despedido al soldadito ataviado con el veste de la milicia. Los pañuelos agitados por el festivo y ruidoso grupo, que minutos antes acompañara a unos recién casados, los cuales habían soportado con estoicismo el atosigamiento de las despedidas. Los recién desposados se mostraban sonrientes y serenos, pero un agudo observador hubiera podido apreciar en su furtivo intercambio de miradas el vehemente deseo de quedarse a solas y disfrutar de los preliminares que culminarían en el tálamo.

© María José Rubiera Álvarez



        

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