En las
postrimerías de una desapacible tarde, Frida, derrotada y maltrecha, buscaba
acomodo en uno de los bancos del paseo marítimo.
El sol de
noviembre matizaba de ocre la ciudad. El nordeste soplaba iracundo, zarandeando
sin piedad las barquillas fondeadas en el embarcadero. A intervalos las sirenas
de los buques anclados en el puerto emitían lúgubres sonidos. El eco
transportaba una melodía de moda, proveniente de algún disco-bar. Enfrascada en
sus pensamientos, Frida permanecía ajena a todo cuanto no fuese su preocupación:
a no tardar se vería abocada a mendigar limosna. Unas lágrimas le velaron los
ojos, y si bien reacia a darles rienda suelta resbalaron por sus mejillas. Abatiendo
las pestañas encendió un cigarrillo y aspiró el humo con avidez. El roce de una
mano sobre su hombro motivó que abriera los ojos y elevara la mirada: una
señora entrada en años le ofrecía un ramito de florecillas silvestres: “Son
para usted, querida. Se la ve tan sola y
triste… ¡Pobrecilla! Yo, por el contrario, en breves momentos estaré
disfrutando del baile…”, dijo, y sus palabras sonaban a excusa, como si por el
mero hecho de sentirse feliz se hiciese imperativo pedir disculpas a la
afligida joven. Luego de dedicarle una sonrisa cargada de ternura la señora se
fue en compañía de otras señoras que a escasa distancia la aguardaban. Frida las vio
irse, sin que sintiera deseo alguno de irse a su vez.
Languidecido el
crepúsculo continuaba sentada en el banco de madera, manoseando distraída las
florecillas, la mirada perdida en el horizonte. Y allí permaneció estática,
viendo cómo la noche hacía su aparición y la luna destellaba sobre el mar. Cuando
al fin regresó al hotel se dio una ducha y tumbada ya sobre la cama siguió
pensando en la aterradora realidad: se veía abocada a la indigencia. Con tan nefasto
pensamiento se fue quedando dormida. Apenas transcurridos unos minutos se
despertó temblando: estaba aterida de frío y no obstante tenía la piel empapada
de sudor. Se hincó de rodillas sobre el lecho y estrechándose en un abrazo
protector comenzó a mecerse hacia atrás y hacia delante, con movimientos
acompasados al principio y desmesurados a medida que su cuerpo oscilaba con
exagerada rapidez.
Transcurrida una
hora continuaba meciéndose, a la par que emitía susurros ininteligibles. De
pronto sus febriles labios enmudecieron y cesando su desquiciado vaivén aguzó
el oído: no estaba sola. En el dormitorio se intuía la presencia de un ser
intangible y la energía que irradiaba era beneficiosa. Sí, lo era. Una débil
sonrisa afloró en sus resecos labios. Esperanzada encendió una lamparilla, pero
la luz propició que se rompiera el sortilegio y la supuesta presencia perdiera
conexión con los sentidos extrasensoriales.
¿Qué había ocurrido?
¿Había sido víctima de una alucinación? Sin duda estaba a punto de
desquiciarse. Comenzó a sentir que le faltaba el oxígeno y saltando del lecho
con paso felino se deslizó hacia el balcón. Respiró profundamente y la brisa
nocturna entró a raudales en sus pulmones. Se estaba bien allí: desde aquella
altura se divisaba al completo la ciudad. La débil claridad de las farolas
apenas si llegaba a perfilar las formas de los edificios. El océano aparentaba
no estar tan límpido como horas antes. El firmamento se había tornado tenebroso
y la oscuridad confería propiedades lodosas a las aguas. La ciudad dormía y las
pasiones, dándose una tregua hasta el amanecer, se conciliaban con el silencio.
Siguió con la mirada la denodada lucha de una constelación que pugnaba por
abrirse paso entre los nubarrones. ¡Oh, el Universo...! ¡Cuán grandioso y
espectacular! ¡Qué bello habitar en un mundo poblado de estrellas! En cierta
ocasión había leído algo respecto a la similitud de los seres humanos con los
astros. El autor del ensayo sostenía que no somos sino pálidos reflejos del
mundo interestelar, símiles de supernovas que se extinguen apenas alcanzado el
máximo esplendor. Que trasladado el tiempo terrestre al tiempo intergaláctico
la vida humana se reduce a un brevísimo instante, a un pestañeo... a un quark.
¿Sería la muerte un pasaporte con que acceder al Infinito? ¿Una vez hubiese
fallecido habría allí arriba un espacio reservado para ella? Quiso imaginar que
lo habría, y se dijo: “¿Por qué no, entonces...?”
La mirada de
Frida se perdió en el vacío. La negrura del
asfalto actuaba sobre ella con perniciosa atracción. Se inclinó sobre la
baranda, hasta casi rozar con las yemas de los dedos la enrejada base: unos
dieciocho metros la separaban de la liberación. “¡Vamos... A qué esperas! ¡No
seas cobarde!”, exclamó una luciferina voz en el interior de su cabeza. Se
inclinó un poco más: sus pies descalzos dejaron de sentir la frialdad de las
baldosas. El aire otoñal le agitó la melena y se dijo que en cuestión de segundos
todo habría terminado. La imagen del padre se le vino a la mente y le pareció
verlo esbozar una sonrisa de agrado, como si aprobase lo que la hija se
disponía a realizar. “Papá querido, por fin, después de tantos años, se me
ofrece la oportunidad de estar a tu vera. Te suplico vengas a mi encuentro y me
guíes hacia la luz”, suplicó, persignándose.
Justo en el instante en que Frida se disponía a saltar al vacío, una voz proveniente del balcón contiguo preguntó:
Justo en el instante en que Frida se disponía a saltar al vacío, una voz proveniente del balcón contiguo preguntó:
— ¿Tendrás
fuego, por casualidad? Perdona la molestia, pero tengo un “mono” de tabaco que no veas y no sé dónde he dejado el mechero... ¡Soy
un verdadero desastre!
© María José Rubiera Álvarez