jueves, 25 de agosto de 2016

El estigma de Urd (cap. V)

En las postrimerías de una desapacible tarde, Frida, derrotada y maltrecha, buscaba acomodo en uno de los bancos del paseo marítimo.
El sol de noviembre matizaba de ocre la ciudad. El nordeste soplaba iracundo, zarandeando sin piedad las barquillas fondeadas en el embarcadero. A intervalos las sirenas de los buques anclados en el puerto emitían lúgubres sonidos. El eco transportaba una melodía de moda, proveniente de algún disco-bar. Enfrascada en sus pensamientos, Frida permanecía ajena a todo cuanto no fuese su preocupación: a no tardar se vería abocada a mendigar limosna. Unas lágrimas le velaron los ojos, y si bien reacia a darles rienda suelta resbalaron por sus mejillas. Abatiendo las pestañas encendió un cigarrillo y aspiró el humo con avidez. El roce de una mano sobre su hombro motivó que abriera los ojos y elevara la mirada: una señora entrada en años le ofrecía un ramito de florecillas silvestres: “Son para usted, querida. Se la ve tan sola y  triste… ¡Pobrecilla! Yo, por el contrario, en breves momentos estaré disfrutando del baile…”, dijo, y sus palabras sonaban a excusa, como si por el mero hecho de sentirse feliz se hiciese imperativo pedir disculpas a la afligida joven. Luego de dedicarle una sonrisa cargada de ternura la señora se fue en compañía de otras señoras que a escasa distancia la aguardaban. Frida las vio irse, sin que sintiera deseo alguno de irse a su vez.
Languidecido el crepúsculo continuaba sentada en el banco de madera, manoseando distraída las florecillas, la mirada perdida en el horizonte. Y allí permaneció estática, viendo cómo la noche hacía su aparición y la luna destellaba sobre el mar. Cuando al fin regresó al hotel se dio una ducha y tumbada ya sobre la cama siguió pensando en la aterradora realidad: se veía abocada a la indigencia. Con tan nefasto pensamiento se fue quedando dormida. Apenas transcurridos unos minutos se despertó temblando: estaba aterida de frío y no obstante tenía la piel empapada de sudor. Se hincó de rodillas sobre el lecho y estrechándose en un abrazo protector comenzó a mecerse hacia atrás y hacia delante, con movimientos acompasados al principio y desmesurados a medida que su cuerpo oscilaba con exagerada rapidez.
Transcurrida una hora continuaba meciéndose, a la par que emitía susurros ininteligibles. De pronto sus febriles labios enmudecieron y cesando su desquiciado vaivén aguzó el oído: no estaba sola. En el dormitorio se intuía la presencia de un ser intangible y la energía que irradiaba era beneficiosa. Sí, lo era. Una débil sonrisa afloró en sus resecos labios. Esperanzada encendió una lamparilla, pero la luz propició que se rompiera el sortilegio y la supuesta presencia perdiera conexión con los sentidos extrasensoriales.
¿Qué había ocurrido? ¿Había sido víctima de una alucinación? Sin duda estaba a punto de desquiciarse. Comenzó a sentir que le faltaba el oxígeno y saltando del lecho con paso felino se deslizó hacia el balcón. Respiró profundamente y la brisa nocturna entró a raudales en sus pulmones. Se estaba bien allí: desde aquella altura se divisaba al completo la ciudad. La débil claridad de las farolas apenas si llegaba a perfilar las formas de los edificios. El océano aparentaba no estar tan límpido como horas antes. El firmamento se había tornado tenebroso y la oscuridad confería propiedades lodosas a las aguas. La ciudad dormía y las pasiones, dándose una tregua hasta el amanecer, se conciliaban con el silencio. Siguió con la mirada la denodada lucha de una constelación que pugnaba por abrirse paso entre los nubarrones. ¡Oh, el Universo...! ¡Cuán grandioso y espectacular! ¡Qué bello habitar en un mundo poblado de estrellas! En cierta ocasión había leído algo respecto a la similitud de los seres humanos con los astros. El autor del ensayo sostenía que no somos sino pálidos reflejos del mundo interestelar, símiles de supernovas que se extinguen apenas alcanzado el máximo esplendor. Que trasladado el tiempo terrestre al tiempo intergaláctico la vida humana se reduce a un brevísimo instante, a un pestañeo... a un quark. ¿Sería la muerte un pasaporte con que acceder al Infinito? ¿Una vez hubiese fallecido habría allí arriba un espacio reservado para ella? Quiso imaginar que lo habría, y se dijo: “¿Por qué no, entonces...?”
La mirada de Frida se perdió en el vacío. La negrura del asfalto actuaba sobre ella con perniciosa atracción. Se inclinó sobre la baranda, hasta casi rozar con las yemas de los dedos la enrejada base: unos dieciocho metros la separaban de la liberación. “¡Vamos... A qué esperas! ¡No seas cobarde!”, exclamó una luciferina voz en el interior de su cabeza. Se inclinó un poco más: sus pies descalzos dejaron de sentir la frialdad de las baldosas. El aire otoñal le agitó la melena y se dijo que en cuestión de segundos todo habría terminado. La imagen del padre se le vino a la mente y le pareció verlo esbozar una sonrisa de agrado, como si aprobase lo que la hija se disponía a realizar. “Papá querido, por fin, después de tantos años, se me ofrece la oportunidad de estar a tu vera. Te suplico vengas a mi encuentro y me guíes hacia la luz”, suplicó, persignándose.
Justo en el instante en que Frida se disponía a saltar al vacío, una voz proveniente del balcón contiguo preguntó:
— ¿Tendrás fuego, por casualidad? Perdona la molestia, pero tengo un “mono” de tabaco que no veas y no sé dónde he dejado el mechero... ¡Soy un verdadero desastre!

© María José Rubiera Álvarez


















jueves, 11 de agosto de 2016

El estigma de Urd (cap. IV)

Al filo de la amanecida, el convoy recalaba en la metrópoli costeña.

Los viajeros, arremolinados ya en la plataforma, se apearon del tren. Frida fue la última en apearse y tomar contacto con el exterior. Un escalofrío recorrió su espina dorsal: la mañana se presentaba gélida. El aire  azotaba el ramaje de los árboles. El frío, inusual para aquella época del año, le traspasaba la vestimenta. Vio que el tren era engullido por la lejanía y sintió deseos de llorar. De un manotazo se secó los furtivos lagrimones que afloraron en sus pestañas. “Nada de lloros. Lo hecho, hecho está y es irreversible. Es hora de despedirse del pasado y darle la bienvenida al futuro”, se dijo. Resolvió tomar un taxi que la condujera al hotel más próximo. La recepcionista le recomendó una suite en la séptima planta y ella asintió con la cabeza. Una vez se hubo instalado, se dio una ducha. Luego se tumbó sobre el lecho y se arropó con el edredón: estaba aterida. Horas más tarde se enfundó un vestido y se fue directa a la cafetería. Ingirió un fortísimo café y se fumó un par de cigarrillos. Recobrado ya el estímulo, se sintió con fuerzas para abordar la populosa urbe. Salió a la calle y se sumó a la vorágine humana.
A partir de ese primer encuentro con la ciudad, Frida dedicó las mañanas a pasearse y frecuentar tiendas, en las que dejaba parte de su exiguo capital: compraba de forma compulsiva, actuando no como quien está al borde de la ruina sino cual turista acaudalada. Las tardes se las pasaba tirada en el lecho, sin otra aspiración que dejar la mente en blanco y gozar de la morbosa placidez de ver extinguirse las horas. Algunas veces se permitía recordarse que la estancia en el hotel le generaba un gasto al que en modo alguno podía hacer frente. Sin embargo no hizo amago de buscarse otro alojamiento, más en acorde con su esquilmado bolsillo.
Al cabo de un par de semanas tomó conciencia de que le urgía encontrar trabajo. Aunque lo tenía difícil: su progenitora la había educado para ser esposa, madre y por encima de todo señora mantenida. Careciendo de titulación que la acreditara cualificada para desempeñar una labor meritoria, sólo le quedaba la alternativa de emplearse como doméstica.
En vano peregrinó de casa en casa. Sus pretensiones de empleada de hogar se trocaron en frustraciones. De cuando en cuando su empeño en encontrar empleo se veía recompensado con promesas alentadoras, tras las que claramente subyacían proposiciones deshonestas: estaba dotada de una carga erótica que la hacía ser constante objeto de deseo. Poseía la sibilina cualidad de despertar ese instinto de cazador, inherente a todo macho, debido al cual la presa –"ser inferior"– se presta a ser abatida, disecada y colgada como trofeo, o bien domesticada y utilizada para goce personal.
Continuará...
© María José Rubiera Álvarez

El estigma de Urd (cap. IV)

Al filo de la amanecida, el convoy recalaba en la metrópoli costeña.

Los viajeros, arremolinados ya en la plataforma, se apearon del tren. Frida fue la última en apearse y tomar contacto con el exterior. Un escalofrío recorrió su espina dorsal: la mañana se presentaba gélida. El aire  azotaba el ramaje de los árboles. El frío, inusual para aquella época del año, le traspasaba la vestimenta. Vio que el tren era engullido por la lejanía y sintió deseos de llorar. De un manotazo se secó los furtivos lagrimones que afloraron en sus pestañas. “Nada de lloros. Lo hecho, hecho está y es irreversible. Es hora de despedirse del pasado y darle la bienvenida al futuro”, se dijo. Resolvió tomar un taxi que la condujera al hotel más próximo. La recepcionista le recomendó una suite en la séptima planta y ella asintió con la cabeza. Una vez se hubo instalado, se dio una ducha. Luego se tumbó sobre el lecho y se arropó con el edredón: estaba aterida. Horas más tarde se enfundó un vestido y se fue directa a la cafetería. Ingirió un fortísimo café y se fumó un par de cigarrillos. Recobrado ya el estímulo, se sintió con fuerzas para abordar la populosa urbe. Salió a la calle y se sumó a la vorágine humana.
A partir de ese primer encuentro con la ciudad, Frida dedicó las mañanas a pasearse y frecuentar tiendas, en las que dejaba parte de su exiguo capital: compraba de forma compulsiva, actuando no como quien está al borde de la ruina sino cual turista acaudalada. Las tardes se las pasaba tirada en el lecho, sin otra aspiración que dejar la mente en blanco y gozar de la morbosa placidez de ver extinguirse las horas. Algunas veces se permitía recordarse que la estancia en el hotel le generaba un gasto al que en modo alguno podía hacer frente. Sin embargo no hizo amago de buscarse otro alojamiento, más en acorde con su esquilmado bolsillo.
Al cabo de un par de semanas tomó conciencia de que le urgía encontrar trabajo. Aunque lo tenía difícil: su progenitora la había educado para ser esposa, madre y por encima de todo señora mantenida. Careciendo de titulación que la acreditara cualificada para desempeñar una labor meritoria, sólo le quedaba la alternativa de emplearse como doméstica.
En vano peregrinó de casa en casa. Sus pretensiones de empleada de hogar se trocaron en frustraciones. De cuando en cuando su empeño en encontrar empleo se veía recompensado con promesas alentadoras, tras las que claramente subyacían proposiciones deshonestas: estaba dotada de una carga erótica que la hacía ser constante objeto de deseo. Poseía la sibilina cualidad de despertar ese instinto de cazador, inherente a todo macho, debido al cual la presa –"ser inferior"– se presta a ser abatida, disecada y colgada como trofeo, o bien domesticada y utilizada para goce personal.
Continuará...
© María José Rubiera Álvarez


viernes, 5 de agosto de 2016

El estigma de Urd (cap. III)

Frida irrumpió en el concurrido compartimento.
Su precipitada incursión en el mismo captó la atención de los numerosos pasajeros. Pero una vez superado el instante de expectación, dejó de ser el centro de todas las miradas. Avanzó por el pasillo. Ocupó una de las escasas plazas que aún quedaban por ocupar y respiró aliviada: se sentía a salvo. Corría el riesgo de que en breve apareciese el revisor y la invitara a irse del compartimento, que en absoluto se correspondía con el indicado en su billete, pero se dijo que en caso de darse esa circunstancia se iría trasladando de compartimento en compartimento o en última estancia se apearía del tren: todo antes que volverse a encontrar a solas con el desconocido. Pegó el rostro al cristal de la ventanilla y escudriñó el tenebroso exterior: ya era noche cerrada. La lluvia, expresada al principio con timidez, se precipitaba ahora torrencial e impactaba sobre la metálica techumbre, azotándola sin piedad. El convoy continuaba impertérrito su recorrido, como si albergara la absoluta certeza de que en nada podría el temporal agredir su férrea  envergadura. Se estremeció y retirando el rostro de la ventanilla corrió la cortinilla de loneta beige: le aterraban las tormentas. Y no sólo las tormentas sino también la nocturna oscuridad.
Apenas si había abandonado la niñez cuando por vez primera había sido asaltada por aquella indefinible sensación, la cual le hacía sentir como si cada átomo que conformaba su delicada anatomía se manifestara de forma individual y le gritase cuán ínfima era. Nunca había podido encontrar argumento razonable que explicara tan irreverente temor. “¿Será porque la noche representa el resurgir del pensamiento transgresor, que al amparo de la oscuridad no teme ponerse de manifiesto…?”, pensó. De súbito, asaltándola por sorpresa, se proyectó en su mente la imagen del desconocido. Hubo de admitir que el hombre para nada se ajustaba al perfil del violador. Sin duda sólo era un donjuán que gustaba de enredarse en devaneos amorosos. De albergar otra oscura intención no la habría dejado irse por las buenas, no sin antes haberle infligido alguna bajeza.
Se reprochó sus infundados temores. Se vio actuando cual ñoña pusilánime, y las mejillas se le tiñeron de rubor. Aunque lo cierto es que nunca se le había dado oportunidad de librar lid con las incidencias mundanas: los suyos le habían solventado esa dificultad. Al parecer no estaban seguros de que ella pudiera salir airosa del enfrentamiento con esa escollera denominada existencia, donde los avatares se suceden sin darse respiro y las posibilidades de triunfar son limitadas, haciéndose imprescindible jugárselo todo a una sola moneda. Cara o cruz, anverso o reverso, blanco o negro: así de tajante es la vida. Y no era tan ingenua como para engañarse al respecto. Pero estaba dispuesta a no dejarse acobardar y demostrarse  que saldría adelante sin ayuda. Aunque la plena libertad le acarrease quebraderos de cabeza, ella, como cualquier individuo que se precie de ser persona, debía concederse la oportunidad de ser libre para evaluar si la libertad absoluta no sólo reporta inconvenientes sino que también goza de ventajas.
Pensó de nuevo en el desconocido. ¿Qué impresión le habría causado su timorato proceder? Debía de estar tan habituado a que las mujeres se rindieran ante sus encantos... ¡Qué apuesto y viril el muy canalla! De él emanaba un gran poder de seducción. Todo en él era puro magnetismo animal. ¡Qué grato dejarse seducir por semejante espécimen! “¡Pero ¿qué diantres me ocurre?! ¿Por qué razón tolero que ese individuo se cuele en mis pensamientos? ¡Un buen comienzo para tu pretendida libertad e independencia!”, se regañó. Agitó con fuerza la cabeza, como si el gesto le ayudara a diluir en los confines del olvido la seductora imagen del hombre. Los rubios cabellos se le desprendieron del moño, sujeto apenas por un par de horquillas, y se le desparramaron por el rostro aniñado. De pronto tomó conciencia de que no estaba sola en el compartimento. Temió que su incontrolado impulso fuese interpretado por los pasajeros como signo de desvarío. Echó un vistazo a su alrededor: la indiferencia era la tónica dominante; algunos viajeros dormitaban, otros se entretenían hojeando ciertas revistas de actualidad. Se dispuso a centrar su atención en la lectura de un libro, pero los caracteres bailaron ante sus somnolientos ojos. Abandonando la idea de leer se dejó acunar por el traqueteo del convoy que fiel a su cometido, ajeno a los conflictos que se fraguaban en la mente de los viajeros, continuaba su vertiginosa carrera.
Se sumió en un duermevela. En su agitado ensueño escenas premonitorias, anticipándose al futuro.

© María José Rubiera Álvarez