Frida irrumpió en el
concurrido compartimento.
© María José Rubiera Álvarez
Su
precipitada incursión en el mismo captó la atención de los numerosos pasajeros.
Pero una vez superado el instante de expectación, dejó de ser el centro de
todas las miradas. Avanzó por el pasillo. Ocupó una de las escasas plazas que
aún quedaban por ocupar y respiró aliviada: se sentía a salvo. Corría el riesgo
de que en breve apareciese el revisor y la invitara a irse del compartimento,
que en absoluto se correspondía con el indicado en su billete, pero se dijo que
en caso de darse esa circunstancia se iría trasladando de compartimento en
compartimento o en última estancia se apearía del tren: todo antes que volverse
a encontrar a solas con el desconocido. Pegó el rostro al cristal de la
ventanilla y escudriñó el tenebroso exterior: ya era noche cerrada. La lluvia,
expresada al principio con timidez, se precipitaba ahora torrencial e impactaba
sobre la metálica techumbre, azotándola sin piedad. El convoy continuaba
impertérrito su recorrido, como si albergara la absoluta certeza de que en nada
podría el temporal agredir su férrea envergadura. Se estremeció y retirando el
rostro de la ventanilla corrió la cortinilla de loneta beige: le aterraban las
tormentas. Y
no sólo las tormentas sino también la nocturna oscuridad.
Apenas
si había abandonado la niñez cuando por vez primera había sido asaltada por
aquella indefinible sensación, la cual le hacía sentir como si cada átomo que
conformaba su delicada anatomía se manifestara de forma individual y le gritase
cuán ínfima era. Nunca había podido encontrar argumento razonable que explicara
tan irreverente temor. “¿Será porque la noche representa el resurgir del
pensamiento transgresor, que al amparo de la oscuridad no teme ponerse de
manifiesto…?”, pensó. De súbito, asaltándola por sorpresa, se proyectó en su
mente la imagen del desconocido. Hubo de admitir que el hombre para nada se
ajustaba al perfil del violador. Sin duda sólo era un donjuán que gustaba de
enredarse en devaneos amorosos. De albergar otra oscura intención no la habría
dejado irse por las buenas, no sin antes haberle infligido alguna bajeza.
Se
reprochó sus infundados temores. Se vio actuando cual ñoña pusilánime, y las
mejillas se le tiñeron de rubor. Aunque lo cierto es que nunca se le había dado
oportunidad de librar lid con las incidencias mundanas: los suyos le habían
solventado esa dificultad. Al parecer no estaban seguros de que ella pudiera
salir airosa del enfrentamiento con esa escollera denominada existencia, donde
los avatares se suceden sin darse respiro y las posibilidades de triunfar son
limitadas, haciéndose imprescindible jugárselo todo a una sola moneda. Cara o
cruz, anverso o reverso, blanco o negro: así de tajante es la vida. Y no era
tan ingenua como para engañarse al respecto. Pero estaba dispuesta a no dejarse
acobardar y demostrarse que saldría
adelante sin ayuda. Aunque la plena libertad le acarrease quebraderos de cabeza,
ella, como cualquier individuo que se precie de ser persona, debía concederse
la oportunidad de ser libre para evaluar si la libertad absoluta no sólo
reporta inconvenientes sino que también goza de ventajas.
Pensó
de nuevo en el desconocido. ¿Qué impresión le habría causado su timorato
proceder? Debía de estar tan habituado a que las mujeres se rindieran ante sus
encantos... ¡Qué apuesto y viril el muy canalla! De él emanaba un gran poder de
seducción. Todo en él era puro magnetismo animal. ¡Qué grato dejarse seducir
por semejante espécimen! “¡Pero ¿qué diantres me ocurre?! ¿Por qué razón tolero
que ese individuo se cuele en mis pensamientos? ¡Un buen comienzo para tu pretendida
libertad e independencia!”, se regañó. Agitó con fuerza la cabeza, como si el
gesto le ayudara a diluir en los confines del olvido la seductora imagen del
hombre. Los rubios cabellos se le desprendieron del moño, sujeto apenas por un
par de horquillas, y se le desparramaron por el rostro aniñado. De pronto tomó
conciencia de que no estaba sola en el compartimento. Temió que su incontrolado
impulso fuese interpretado por los pasajeros como signo de desvarío. Echó un
vistazo a su alrededor: la indiferencia era la tónica dominante; algunos
viajeros dormitaban, otros se entretenían hojeando ciertas revistas de
actualidad. Se dispuso a centrar su atención en la lectura de un libro, pero
los caracteres bailaron ante sus somnolientos ojos. Abandonando la idea de leer
se dejó acunar por el traqueteo del convoy que fiel a su cometido, ajeno a los
conflictos que se fraguaban en la mente de los viajeros, continuaba su
vertiginosa carrera.
Se
sumió en un duermevela. En su agitado ensueño escenas premonitorias,
anticipándose al futuro.
© María José Rubiera Álvarez
No hay comentarios:
Publicar un comentario