Frida no
reaccionó hasta pasados unos minutos. Luego, enderezando el talle con extrema
lentitud situó los pies sobre el enlosado.
—Hermoso nombre. ¿Hace cuánto te hospedas en el hotel?
—Desde hace poco –respondió lacónica.
—No, gracias. Me asquean las bebidas alcohólicas.
—He probado suerte en todos los sitios habidos y por haber.
—Yo sé de un empleo. Aunque... quizá no te interese.
—Te aseguro que no le haré ascos, por muy esforzado que me resulte.
—Por mí está hecho. Ahora sólo depende de ti.
—Estás logrando que empiece a ver la luz al final del túnel. Mil gracias, Marion.
— ¿Te he asustado?
— No. Sólo que no me imagino desempeñando semejante labor.
— ¡Ah! ¿No...? ¿Se puede saber cuántos años has estado casada, nenita?
— Diez –respondió Frida, desviando la mirada.
— ¿Sí? ¿Cuánto te duró el enamoramiento? ¿Dos, tres años tal vez...?
—No podría precisarlo con exactitud.
—
¿Podrías darme fuego, por favor? –preguntó una vez más la desconocida. Temblando
como una azogada, Frida le pasó el mechero.
—Gracias,
me acabas de salvar la vida. Me alegro de conocerte –y extendiendo la mano–:
Soy Marion.
—Frida.—Hermoso nombre. ¿Hace cuánto te hospedas en el hotel?
—Desde hace poco –respondió lacónica.
—
¿Te apetece un cigarrillo? –y tendiéndole la pitillera–: ¿Sabes?, me es grato
fumar en compañía. ¿Te importaría si me paso por tus dominios un momento?
–preguntó. Frida consintió con un gesto, y segundos después Marion irrumpía en
la habitación.
—Me
he permitido traer un quitapenas –dijo, señalando una botella de ron.—No, gracias. Me asquean las bebidas alcohólicas.
—Sólo un sorbito
–insistió–. Verás qué bien te sienta. Estás muy pálida, ¿sabes? Das en azul, nenita,
y es un color que en absoluto te favorece.
Frida se tomó un
par de tragos, y en su rostro se marcó un rictus de repulsión. Instantes después
una estúpida sonrisa afloraba a sus labios.
— ¿Lo ves…?
¿Verdad que te sientes feliz? Pues imagínate cómo te sentirás cuando hayamos
apurado el contenido de la botella. Tengo una idea: ¿Qué tal si te acuestas? De
ese modo, cuando sucumbas a los efectos de la bebida me ahorrarás el esfuerzo
de tener que acostarte. ¡Hala! ¡A la cama se ha dicho! –ordenó, y Frida se dejó
conducir con docilidad.
Despuntado el
amanecer ambas presentaban un estado deplorable. Marion, que se había pasado la
noche tirada en un sillón, daba vueltas por el dormitorio, sosteniendo la cabeza
entre las manos: una insufrible jaqueca le martirizaba las sienes. Desmadejada
y ojerosa Frida permanecía acostada.
— ¡Qué bárbaro! ¡Tal
me parece tener una jaula de grillos en la cabeza! –se lamentó Marion – ¡Hacía
tiempo que no pillaba un “pedo” tan
monumental! Tú, ¿cómo estás? Está claro que no muy bien. ¡Pobrecilla! ¿Podrás
perdonarme por inducirte a beber…?
—Lo cierto es
que me encuentro fatal. Pero en absoluto tienes la culpa. Soy mayorcita para
asumir culpabilidades, ¿no crees?
—Sí, por
supuesto –afirmó Marion, al tiempo que encendía un cigarrillo. Y mostrándole la
cajetilla de tabaco–: ¿Quieres…? –ante el gesto afirmativo de Frida le pasó el
cigarrillo que acababa de encender. Encendió otro para ella y atusando los
rizos que le invadían la frente se acomodó a los pies de la cama. Un tenso
silencio se estableció entre ambas. Permanecieron silenciosas hasta que Marion,
revolviéndose inquieta, manifestó.
—No es que sea
mi intención inmiscuirme en tus asuntos. No obstante… ¡Uf! ¡No veas el susto
que me llevé anoche!–exclamó, y estremeciéndose–. ¡Qué fuerte! ¡No sabía cómo hacerte
desistir de…! Reconozco que la vida se nos hace dificultosa a veces. Pero, ¿y
la muerte...? Nadie ha regresado para dar cuenta de lo que nos espera en el más
allá.
— No veo la
solución a mis problemas, Marion –y estallando en sollozos–. ¡Estoy
desesperada!
—Cálmate, nenita.
Si me cuentas qué te atormenta quizá entre las dos podamos solucionarlo –consoló,
abrazándola. Y espiando el rostro
lloroso–: ¿Ha sido algún cretino el que te ha conducido a este estado? Si es
así, no te merece. Olvídate de su existencia.
—No, no... En
realidad yo me he buscado esta situación. He abandonado a mi esposo... –y como
si hablara consigo misma añadió–: Se me hacía tan asfixiante la convivencia... Cada minuto que pasaba en su compañía me
suponía un terrible sacrificio. Era... como morir un poco cada vez –y enjugando
las lágrimas–: Sin embargo... lo añoro cada día.
—Tiendes a
idealizar vivencias pasadas, eso es todo. El recuerdo es pérfido, Frida. No te
atormentes –aconsejó.
— ¿Cómo
no atormentarme...? ¿Sabes?, me urge encontrar trabajo, pero no hay manera de
encontrarlo.
—
¿Has probado suerte en el centro comercial?—He probado suerte en todos los sitios habidos y por haber.
—Yo sé de un empleo. Aunque... quizá no te interese.
—Te aseguro que no le haré ascos, por muy esforzado que me resulte.
—Te comento,
entonces: Estoy en vías de montar un negocio y necesito formar sociedad con
alguien. Me pregunto si serás la persona que andaba buscando.
— Te
lo agradezco, pero no soy la persona idónea. Mi cuenta bancaria está en números
rojos.
—No necesitas
aportar capital ahora mismo. Te ofrezco la opción de irlo aportando a medida
que te vayas haciendo con ingresos. Considéralo un préstamo, que por supuesto
estará exento de intereses.
—No sé qué
decir... Me he quedado sin palabras.—Por mí está hecho. Ahora sólo depende de ti.
—Estás logrando que empiece a ver la luz al final del túnel. Mil gracias, Marion.
—No... No quiero
que veas en mí a tu hada madrina. Primero deja que te explique en qué consiste
el negocio.
— Soy
toda oídos.
— Verás...
–Marion carraspeó, luego encendió un cigarrillo y sin más preámbulos–: Se trata
de un piso de citas.
—
¡Dios
me ampare!— ¿Te he asustado?
— No. Sólo que no me imagino desempeñando semejante labor.
— ¡Ah! ¿No...? ¿Se puede saber cuántos años has estado casada, nenita?
— Diez –respondió Frida, desviando la mirada.
— Si
bien un tanto indiscreta la pregunta: ¿Podrías decirme cuántas veces lo has
hecho con tu esposo a lo largo de esos diez años? ¿Cuántas, Frida...? ¿Has
perdido la cuenta? No hace falta que me respondas si no te apetece.
— No
es lo mismo. Aunque te resulte difícil creerlo, me casé enamorada.— ¿Sí? ¿Cuánto te duró el enamoramiento? ¿Dos, tres años tal vez...?
—No podría precisarlo con exactitud.
—
¿De
veras? Apostaría que no te duró mucho más. Seamos sinceras, por favor. Has
aguantado todo ese tiempo a tu marido no porque estuvieses enamorada sino por
pura cobardía. Corrígeme si me equivoco.
Se produjo un
embarazoso silencio.
—Está bien...
Dejémoslo estar –concedió Marion, consciente de que había puesto el dedo en la
llaga–. Ahora debo dejarte. He quedado con el empleado de la inmobiliaria y si
me es factible hoy mismo daré por ultimados los trámites del alquiler del piso.
Entretanto te sugiero pienses con detenimiento en mi propuesta. No es tan
desagradable como te imaginas. Recuerda: poca o ninguna diferencia existe entre
la prostituta y la mujer que se entrega
al marido sin amarlo. Podría decirse que ambas se prostituyen.
Marion salió del
dormitorio con paso firme. Frida hundió la cabeza en la almohada y ahogó los
sollozos en ella.
© María José Rubiera Álvarez