viernes, 4 de noviembre de 2016

El estigma de Urd (cap. VII)

Oscurecía cuando Marion regresó al hotel.
— ¡Oh, cielos...! –exclamó al ver el rostro desencajado de Frida–  ¿Te encuentras bien? ¿Has almorzado?  –la joven negó con un gesto– Te pediré algo de comer.  Mientras, te levantas y te das una ducha, ¿sí? –propuso.
Minutos más tarde Frida mordisqueaba con desgana un sandwich.
—Hazte un favor a ti misma y recobra el ánimo, ¿quieres?
—Lo intentaré, Marion. Gracias por ser tan bondadosa conmigo –agradeció con voz ronca.
—De bondadosa nada, querida, sólo estoy protegiendo mi inversión. Soy como la bruja del cuento: te alimento con vistas a alimentarme. De continuar sin ingerir bocado se te verá tan flaca como un palillo. A los hombres les gustan llenitas, ¿sabes?
—No podré realizar el trabajo que me has propuesto.
—Sí podrás, nenita. Verás que sí.
—No. Me conozco y sé que no soportaré intimar con hombre alguno por dinero. Sólo por amor me entregaré a un hombre.
—Menuda paparrucha. ¿Por qué será que “amor” me suena a sinónimo de supeditación...? –y reanudando el tema–: Te aseguro que en cuanto te acostumbres no querrás dedicarte a otro oficio. Es cómodo y se gana cantidad de dinero.
—El dinero no lo es todo en la vida.
—Es posible, pero ayuda a sobrellevar esta penosa existencia. Convendrás conmigo en que pobreza y lágrimas son malas consejeras para la salud ¿no? Te sugiero sitúes los pies sobre la tierra, amiga mía.
— ¡Uf...! El simple hecho de pensar en prostituirme me provoca náuseas.
—Ya... Comprendo... A mí también me asqueaba... Al principio... Hoy por hoy... –y entornando los párpados, audible apenas la voz– Soy una digna obra de las circunstancias. –aseguró ensimismada, y acto seguido añadió–: En realidad, querida, ¿acaso importa un hombre u otro? Todos son iguales. Lo único que buscan es satisfacer sus libidinosos apetitos. Sexo, sexo, sexo...  Y más que sexo, a poder ser.
—Disiento. No todos los hombres son iguales, así como tampoco lo somos las mujeres.
—Todos son despreciables, misóginos si me apuras. No veas hasta qué punto envidian nuestra cualidad femenina.
— ¿Por qué habrían de sentir envidia si gozan de privilegios que las mujeres difícilmente llegaremos a obtener?
—Porque les mueve el deseo inconsciente de arrebatarnos lo que la Naturaleza les ha negado: Preñarse y experimentar el milagro de la maternidad. Por eso y por más detalles que me reservo los estimo corrompidos –y conteniendo la rabia que afloraba a sus labios–: Se merecen ser humillados hasta lo indecible. Haremos que se arrastren a nuestros pies.
—Yo paso de degradarme como persona, Marion. Lo siento.
—Es tu decisión, la cual respeto. Pero date un margen de tiempo para pensarlo. Sólo has de asumir que el amor carnal bajo ningún concepto es amor tal como tú lo entiendes sino un negocio en venta, que siempre es susceptible de venderse al mejor postor. En fin, ¿Qué te parece si lo dejamos pendiente de solución y nos vamos de farándula? ¿Te seduce la idea de ponerte guapa y salir a conquistar la ciudad...? ¡La noche es joven! Comenzaremos por regalarnos un espléndida cena, y luego ¡quién sabe!, tal vez nos vayamos a bailar.
—No puedo permitirme ese gasto, Marion. Lo sabes.
—Invita la casa, así que no te preocupes. Me ducho y paso a recogerte, ¿de acuerdo?
—No tengo deseo alguno de salir.
—Pues no pienso dejarte aquí sola, de modo que procura hacer un esfuerzo. Reservaré mesa en un restaurante elegante, por lo que estarás obligada a lucir de lo más chic. Tómate todo el tiempo que necesites para acicalarte, pero sin demorarte en exceso. ¡Y alegra esa cara tan divina que tienes! Hasta dentro de un rato, pues –prometió, cerrando tras de sí la puerta. Sus pasos resonando en el pasillo fueron fiel exponente de la seguridad que se desprendía de toda su persona.
Frida se quedó pensando que para ella la noche en absoluto significaba diversión, sino el desencadenamiento de un sinnúmero de temores. Necesitaba relajarse y pensar en la propuesta de Marion. Se dirigió al baño y se miró al espejo: estaba echa un asco. Echó unas sales en la bañera, la llenó de agua hasta el borde y se dejó mimar por las cálidas burbujas.
¿Qué hacer de no decidirse por la proposición de Marion? Únicamente le quedaban dos vías a seguir: regresar al domicilio conyugal y afrontar con entereza los inconvenientes que le fuesen surgiendo, o dedicarse a mendigar. En el supuesto de optar por el regreso, ¿cuántos reproches tendría que soportar a lo largo del día? Entre el esposo y ella siempre habría un antes y un después y nunca la relación volvería a ser normal, si es que “normal” resultaba la palabra adecuada para definir el distanciamiento que desde tiempo ha se instalara entre ambos. Él siempre la miraría receloso, puesto que con toda probabilidad algún alma “caritativa” se habría molestado en convencerlo de la infidelidad de su esposa. Incluso su propia madre debía albergar dudas al respecto, si no, a santo de qué le había preguntado: “¿Estás sola, o...?” Decididamente, jamás retornaría al que fuese su hogar. Pero claro está, descartado el retorno sólo le quedaba mendigar o ejercer la prostitución. ¿Le había merecido la pena arrostrar numerosas penalidades para al final caer tan bajo? La vida la estaba golpeando sin piedad.

Transcurrida una hora, Marion apareció radiante. El tono crudo de su vestido armonizaba a la perfección con su cabellera pelirroja y el color presado –verde como trigo inmaduro– de sus ojos. Era una belleza, aunque a decir verdad era más resultona que bella: estatura media, figura estilizada, mentón redondo, labios carnosos, nariz respingona...  Pero es posible que su mayor encanto residiera en las pecas que diseminadas por sus pómulos le conferían un aire de deliciosa malicia.
— ¡Se te ve bellísima, Frida! ¡Pareces una princesita de cuento! –exclamó admirada.
— ¡Gracias! Tú también estás muy bella.
— ¡Muchas gracias! Te aseguro que hago lo imposible por resaltar mis encantos. Que sepas que recién levantada de la cama soy una birria – y ante el gesto incrédulo de Frida–: ¿No te lo crees...? Te convencerás de ello cuando vivamos juntas. Bien, ¿a qué esperamos para irnos a cenar?

Frida se sorprendió de lo bien que se lo estaba pasando en compañía de Marion: conversadora brillante, no había tema que se le resistiera.
— ¿Has pensado en lo que hemos hablado? –preguntó llegada la sobremesa, y ante la afirmación de Frida –. ¿Qué has decidido hacer?
—Estoy dudosa. De aceptar tu propuesta, no te garantizo que pueda llevar a la práctica... Ya sabes.
—No importa. Se anula el contrato y tan amigas.
—En ese caso, cuenta conmigo.
—¡Bien!
—Es alucinante: En momento alguno se me había pasado por la imaginación prostituirme. Yo, que soñaba realizarme como persona, gozando de absoluta libertad...
—Un sueño utópico, diría yo. ¿No ves que los fantasmas que pueblan nuestro cerebro nos coartan la libertad? Entes dicotómicos, nos encarcelan de por vida. ¿Pensaste que por el hecho de abandonar a tus congéneres gozarías de libertad? –y sonriendo con escepticismo sentenció–: Da lo mismo adónde decidas huir, pues en lo profundo del ser seguirás siendo prisionera de tu pasado. ¿Alguna vez has oído hablar de Urd? –y ante la negación de Frida–: En la mitología escandinava, la deidad Urd simboliza el pasado, lo cual me lleva a suponer que a los humanos nos ha sido impuesto vivir bajo su yugo estigmatizador. No pocas veces me he preguntado si en verdad el fratricida Caín fue estigmatizado por Dios, o le tocó vérselas con las malévolas artes de Urd.
— ¡Eres tremenda, Marion! –aplaudió Frida, riendo la ocurrencia–. En fin, tal vez la libertad no sea sino una utopía. Pero aun a sabiendas del riesgo que implica, estoy dispuesta a no cejar en el empeño de ser libre.
—Haces bien. Después de todo, de los cobardes no se hizo la historia –y escrutando el juvenil rostro –: ¿Me perdonarás si te digo que tu perfil no se ajusta al de una mujer independiente? No te imagino yendo sola por la vida. Se te ve tan frágil...  –y restando importancia a sus palabras–: ¡Bah, no me hagas ni puñetero caso! –Marion continúo parloteando acerca del negocio, de lo que había proyectado para hacerlo rentable.
Frida la escuchaba hablar, en silencio, preguntándose si tendría estómago para prostituirse. Reprimió un sollozo: le sabía mal aguarle la fiesta a Marion. Su corazón aminoró los latidos y sintió que le flaqueaban las fuerzas, como si la vida se le escapara hecha jirones.

© María José Rubiera Álvarez

  
 


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