martes, 20 de diciembre de 2016

El estigma de Urd (continuación cap. VIII)


— ¡Nunca se te ocurra dar lo mejor de ti a un canalla! ¡¿Me oyes…?! ¡Nunca! –gritó desesperada. Y al instante, espantada de sí misma–: ¡Perdóname, por favor! ¡Perdóname! –rogó, y tomando asiento con mano temblorosa encendió un cigarrillo–. Créeme, no era mi intención hacerte daño.
—Descuida. Tan sólo habré de llevar los hombros cubiertos durante unos días. Por lo demás, salvo ese nimio detalle me parece que tengo todos los huesos en su sitio –ironizó al tiempo que palpaba la zona agredida.
—Te duele mucho, ¿verdad? De veras lo siento, compañera. Permite que eche un vistazo a tus hombros, por favor.
—Te aseguro que no es para tanto. Pero si eso te hace sentir mejor, adelante –animó, desabotonándose la camisa y dejándose examinar los hombros.
—Soy una bestia –afirmó disgustada Marion.
—No digas eso, por favor. Ni eres una bestia ni hay motivo para disgustarse.
— ¡Vaya si lo hay! Espera... Si mal no recuerdo tengo una pomada que te vendrá de perlas –dijo, precipitándose hacia el botiquín de primeros auxilios–. ¡Aquí está! ¿Me permites...? –y al tiempo que aplicaba el ungüento sobre la zona afectada–: ¿Sientes algún alivio?
—Sí –mintió Frida–. Déjalo ya, Marion. Le estás dando demasiada importancia  –y mascullando entre dientes–. Esperemos que no sea peor el remedio que la enfermedad.
— ¿Por qué va a ser peor...?
—Por nada en particular –y jocosa–: ¿Hace cuántos siglos guardas ese potingue? A juzgar por su aspecto, yo diría que unos cuantos. ¡Menuda piltrafa! Está claro que estás dispuesta a desembarazarte de mí al precio que sea –aseguró riéndose, y con chanza–: ¡Y pensar que estuve a punto de confesarte mi máxima aspiración! ¡Ahora no me atrevería por nada del mundo!
— ¿Sí...? ¡Me muero de curiosidad! –y coreando las risas de Frida–.  ¡Vamos, a qué esperas para confesarte!
— ¿Seguro no me pegarás por ello...? No sé si atreverme a correr el riesgo.
— ¡Suéltalo ya, por favor! ¡Soy toda oídos!
—Está bien, te lo diré: Mi máxima aspiración es amar y ser amada.
— ¿De veras me lo dices...? El amor es abnegación, sacrificio, renuncia, entregar lo mejor de uno mismo sin esperar recompensa alguna... Y ahora dime: ¿Cuántas personas están dispuestas a darlo todo a cambio de nada? ¿Eres tú acaso ese mirlo blanco que está dispuesto a sacrificarlo todo por otra persona? No me digas que sí porque no me lo creo. El amor desinteresado no existe.
—No seas cruel. Me es vital seguir albergando la esperanza de hallar el amor.
— ¿De qué sirve engañarse a uno mismo...?
— ¿Aún no has comprendido que necesito creer en el desprendimiento humano?
— Desengáñate, amiga, el amor tal cual lo entiendes no existe –insistió machacona–. Más bien es el deseo de aferrarse a algo sólido lo que nos invita a confundir necesidad de no sentirse solo con amor.
— ¿En qué se convierte la vida sin amar pues...? ¿Podrías decírmelo tú?
—En dignidad, querida..., en dignidad –respondió con voz solemne–. Entiendo que el “amor” es sinónimo de esclavitud: la esclavitud del espíritu, puesto que anula el pensamiento lógico. Aunque también he de reconocer que no estoy en posesión de la verdad absoluta —y ante la aflicción de Frida–: ¡Se acabó la conversación! No te tortures más, ¿vale? Nunca se sabe lo que nos deparará la existencia.
—Supongo que a mí nada bueno –dijo Frida, enjugándose las lágrimas.
—No estés tan segura de ello. Es posible que el día menos pensado encuentres el amor que tanto deseas. Pero en tanto llega ese día... ¿Aceptarías una sugerencia?
—Por supuesto.
—Debes procurarte una independencia económica. Sólo así no estarás supeditada a un hombre. Al menos no por el hecho de cubrir tus necesidades materiales.
—Me merezco el reproche –dijo, hundiendo la cabeza en el pecho.
—No lo entiendas como tal. Por desgracia, es un mal generalizado. Un mal que aqueja a infinidad de mujeres.

Frida guardó silencio y su mirada adquirió un matiz grave, preocupado.

— ¿En qué piensas? –inquirió Marion, escrutando el rostro de la joven.
—De pronto me ha asaltado una angustia irracional.
— ¿Soy la causante de tu desasosiego?
—Para nada. Esto se lo debo a mi estado anímico. Últimamente me suele jugar malas pasadas.
— ¿Seguro que no es debido a mi comportamiento...? Te hice daño...
—Olvídalo. Si he de serte sincera, esto me ocurre... –tragó saliva –. Me ocurre cada vez que pienso en acostarme con desconocidos. Dudo si tendré fuerzas para soportarlo.
—Las tendrás. Sí, siempre y cuando te lo tomes como una transacción comercial.
—Confío en que Dios me ayude a superarlo. Rogaré para que así sea.
—Dios... No me llevo muy bien con Él, ¿sabes? Le he enviado tantas súplicas... Pero nunca he recibido acuse de recibo por su parte. Desconozco si mis peticiones de auxilio han sido interceptadas por Lucifer, o si es que el Divino pasa olímpicamente de mis desdichas.
—Estás muy dolida, querida. Te han infligido un gran daño, ¿verdad?
Un rictus de intenso dolor afeó el rostro de Marion.
— ¿Te encuentras bien, Marion...?
—Me encuentro perfectamente. Mejor que nunca –dijo con sequedad. Y orgullosa, elevando la barbilla–: ¿Por qué razón habría de estar mal?
—Si necesitas descargar tus congojas... Aquí me tienes.
—No, gracias. Me resulta incómodo poner al descubierto mi intimidad –respondió con acritud. Y al instante, mordiéndose los labios–: Quizá algún día... –dejó la frase en el aire y se friccionó el cuero cabelludo, como si el masaje contribuyese a ahuyentar los ingratos recuerdos. Poco después argumentó una excusa y se fue del hotel.
Días más tarde efectuaron el traslado. Marion se ocupó de insertar anuncios por doquier. Y la llegada de clientes no se hizo esperar.
© María José Rubiera Álvarez

 





   



viernes, 2 de diciembre de 2016

El estigma de Urd (cap. VIII)


Al día siguiente comenzaron los preparativos del que no sólo sería su domicilio sino también la sede de su actividad laboral.
Si bien Marion contaba en su haber cinco años más que Frida, su grado de madurez sobrepasaba al de ésta con creces. Organizadora nata se apresuró a diseñar un programa de actividades que las mantendría ocupadas durante algún tiempo. De tal suerte, destinó las mañanas a supervisar el trabajo de los decoradores. Las tardes a aleccionar a Frida sobre aquello que le era imprescindible asimilar para ejercer como meretriz. Sostenía que existían una serie de preceptos aplicables a las cortesanas del amor (evitaba siempre utilizar la palabra “puta”, por estimarla vulgar). Y obrando en consecuencia se encargó de proporcionarle literatura encaminada a tal fin, de la que extraer información preciosa. Una extensa serie de autores versados en erotismo pasaron a compartir la intimidad de la neófita. En comparación con aquellos tratados erótico-pornográficos, la experiencia de que disponía resultaba pobre en matices lascivos, de modo que cada palabra, cada frase, cada verso equivalían a un manual a seguir.

—No tenía ni idea de que existiera tanta literatura sobre el arte de seducir –manifestó una de aquellas tardes.
—Ya… Supongo. ¿Has reparado en que toda obra erótico-pornográfica se basa en teorías estrictamente masculinas, y por ende estructuradas en beneficio del hombre? Me enfurece pensar que hemos sido supeditadas al dominio del macho. ¿No consideras denigrante que llevemos siempre las de perder? Hasta en la Biblia han tenido la osadía de ponernos a la altura del betún. Así se explica que Eva fuese considerada “paradigma de la ninfomanía”. Pero claro está, a ellos les ha venido de perlas ya que amparándose en esa falacia han tenido la excusa perfecta para rebajarnos hasta la saciedad, dando rienda suelta a sus instintos más primitivos.
—Eres terrible, Marion. No pierdes ocasión para detractar a los hombres.
— ¿Acaso es de extrañar…? Desde que el macho es macho no ha pensado otra cosa que no fuese en dominar a las féminas que se le pongan por delante. Por cierto: ¿Sabes quién fue el primer machista datado como tal en la Noche de los Tiempos?
—No tengo ni idea.
—Adán.
— ¿Adán...? Bromeas, ¿no?
—En absoluto. ¿Me ves cara de estar bromeando?
—Instrúyeme pues.
—Según crónicas arcaicas, mucho antes de conocer a la consabida Eva, el Adán en cuestión tomó por la fuerza a Lilith, la cual negándose a ser sometida se rebeló y huyó a la Región del Aire. Por lo cual el susodicho, temiendo se pusiera en tela de juicio su supremacía de macho, hizo correr el rumor de que la rebelde no era sino un súcubo que lo sedujera. Es por lo mismo que en la actualidad se la conoce como madre de gigantes y demonios. ¡Pobre Lilith…! A mi entender era más celeste que terrena, por lo que cabe suponer abominaba el sexo forzado. De ahí se explica que huyera a la región en que prima el idealismo.
—Curiosa historia. Aunque albergo la impresión de que la has amañado a conveniencia –dijo Frida, lanzando una carcajada–. ¡Me estás resultando una feminista radical, Marion!
—Te equivocas. Me resbala el movimiento feminista –afirmó encendiendo un cigarrillo–. Es una cruzada que nunca alcanzará el éxito, puesto que la mujer es la peor enemiga de la mujer. ¿Por qué crees si no que los hombres viven tan relajados? Son sabedores de que jamás dejará de haber mujeres machistas, y que gracias a ellas la batalla feminista perdida está de antemano. En fin… Allá cada cual con sus problemas –dijo encogiéndose de hombros, y aplastando el cigarrillo en el cenicero–: Sigamos con el tema que nos ocupa. ¿Por dónde íbamos…? ¡Ah, sí..! Lo habíamos dejado en la literatura erótica. Para serte sincera creo que no es la teoría la que debe preocuparte, sino la práctica.
—Sí, supongo que eso se me hará más peliagudo. ¿Has ejercido alguna vez de…? –interrumpió la frase, buscando el sinónimo que evitara herir la sensibilidad de su amiga.
— ¿Mujer pública? –respondió Marion, redondeando la pregunta inconclusa–. No. Pero puedo jurarte que saldré airosa de la prueba. A fuerza de beber en manantial enlodado, de tener el orgullo maltrecho y la autoestima perdida he adquirido experiencia. Para librar lid con el diablo es menester convertirse en diablo –afirmó rotunda, y Frida se abstuvo de preguntarle el porqué de la aseveración.
Marion se quedó absorta, la mirada perdida en un punto imaginario. De pronto, dando rienda suelta a un impulso clavó las uñas en los hombros de Frida, y comenzó a zarandearla.

Continuará...
© María José Rubiera Álvarez