martes, 25 de julio de 2017

El estigma de Urd (cap. XIV )

De vuelta ya en el domicilio, una vez se hubieron desembarazado de la presencia masculina Marion encendió un cigarrillo y sin más preámbulos exclamó:

   ¡No me gusta, Frida!
   ¿Qué no te gusta, Marion...?
   ¡No me gusta ese fulano!
   ¿Por qué...? ¿Porque detesta el olor a tabaco...? ¿Tendría que fumarse los cigarrillos de tres en tres para ganarse tu simpatía? –preguntó retadora.
   Se esconde algo siniestro tras sus repulidas maneras –y estremeciéndose de pies a cabeza–. Es un maníaco.
   ¡Alabado sea Dios! ¿Acaso has de considerarlo un psicópata por el simple hecho de no fumar? 
   Estás ciega, ¿sabes? Te han puesto una venda en los ojos que te impide ver la realidad. ¿De verdad no has observado la meticulosidad con que comprobaba la disposición de los cubiertos? ¿La escrupulosa inspección a la que sometió las copas antes de verter el vino en ellas? ¿La regularidad obsesiva con que consultaba el reloj...?  En términos psiquiátricos: Compulsiones.
   Nunca habría esperado esto de ti –dijo Frida, mirándola con rencor.
   Aguarda un momento... Aún me queda algo que añadir.
   ¡Déjalo ya...! ¡No pienso seguir escuchándote!
  Sí que me escucharás, niña. El desmedido alarde que hizo de sus conocimientos... La suficiencia empleada al dirigirse a nosotras... Las miradas despectivas al maître... ¡Megalomanía en estado puro! Habría que ponerle título a la obra: “El rey y sus vasallos”. De no resultar tan patético, sería para desternillarse.
   ¡Ya te vale, Marion! ¡Basta de seguir lanzando dardos envenenados!
   Enójate conmigo si quieres. Me trae sin cuidado si a cambio consigo hacer saltar la alarma en tu cabeza. Ese individuo es un auténtico desconocido para ti. ¿Qué sabes acerca de él…? Harías bien en no dejarte obnubilar por la pasión. Deberías dejarte asesorar por el sentido común y, cómo no, dejar que hable la objetividad.
   Y dale con la objetividad. Me pregunto si nunca te das por vencida.
   No. No mientras peligre tu estabilidad.
   ¿A qué estabilidad te refieres, Marion...? ¿A la económica, o a la emocional? –preguntó iracunda.
   No estaría de más incluir ambas en el mismo lote.
 — A nivel emocional jamás me he sentido mejor que ahora. Respecto a la estabilidad económica, me conformo con tener lo justo para vivir. ¿De qué sirve nadar en la abundancia si no se es feliz y la vida se convierte en una constante agonía?
  O sea, “contigo pan y cebolla”. Me temo que has leído demasiados cuentos de hadas, querida. Insisto: ¿Qué sabes acerca de ese individuo...? ¿Quién es…? ¿Dónde reside…? ¿A qué se dedica…?
   Ni lo sé ni me importa ni me preocupa.
   Pues debería preocuparte, monina.
  Para nada. Ahórrate los consejos, Marion. Por más que te empecines en achacarle defectos, no conseguirás alejarme de él. Es el hombre con el que he soñado toda la vida. Lo amaré siempre. ¿Te enteras…? ¡Siempre!
   Yo que tú no me mostraría tan categórica.
   Ya. Pero se da la circunstancia de que tú no eres yo.
   Elemental, querido Watson –ironizó–. No obstante, puesto que nobleza obliga, he de decirte que ese fulano es el típico demoledor de almas. Distingo el paño, amiga. Lo distingo porque un espécimen similar estuvo a punto de destruirme –y perdida la mirada en un punto imaginario–. Hay noches en las que aún sueño con él. Se halla acostado a mi lado… Me somete a todo tipo de vejaciones… ¡Oh, Dios!
   Entiendo que tan amarga experiencia te dejara una huella indeleble en el corazón, querida amiga. Pero eso no te da derecho a poner en tela de juicio la integridad de todos los hombres que pueblan el planeta, ¿no crees?
   Está bien... Tú ganas –y desplomándose en el sofá–: Puesto que el amor ha anulado tu raciocinio, me doy por vencida. Pero recuerda: Siempre podrás contar con mi apoyo.
 Lo cual te agradezco más de lo que  imaginas. ¡Oh, Marion, prométeme que dejarás de preocuparte por mi relación con Alejandro! Mala suerte si me equivoco. ¿Sí? –y reprimiendo un bostezo– Sabes, estoy agotada. Me voy a acostar.
   ¿Te importaría apagar las luces antes de acostarte?
   En absoluto. ¿Vas a dormir en el salón?
   No lo sé... Igual sí.
 En ese caso, que duermas bien. Buenas noches  –dijo, cerrando con suavidad la puerta del dormitorio.
   Buenas noches.

Ambas sabían que hablaban por hablar: El fantasma del pasado les impediría conciliar el sueño.


© María José Rubiera Álvarez




















jueves, 8 de junio de 2017

El estigma de Urd (cap. XIII)

Fiel a su promesa, a las nueve y media en punto –ni un minuto más ni uno menos– Alejandro Ribás se encontraba apostado ante la residencia de Marion y Frida, esperando con gesto hosco e impaciente verlas aparecer de un momento a otro.
Cuando las jóvenes hicieron acto de presencia, él se apresuró a apearse del automóvil, sin que nada en su rostro evidenciara el malhumor que sin motivo aparente acusara momentos antes. Mostrando por el contrario una amplia sonrisa se les aproximó y acariciando con la mirada a Frida, sin más preámbulos se dirigió a Marion. “Tú debes de ser Marion. ¿Sí? Un placer conocerte. Frida me ha hablado mucho de ti”, dijo con voz timbrada, estrechando con delicadeza la mano femenina. “Lo mismo digo, Alejandro”, respondió escueta Marion. Galante alabó los atuendos que las jóvenes lucían para la ocasión, estimándose afortunado por tener el privilegio de estar en tan hermosa compañía. Concluidos los formulismos de rigor los tres guardaron silencio. “¿Nos ponemos en marcha, Alejandro?”, propuso Frida, rompiendo el mutismo que amenazaba con enseñorearse de la velada. Sin emitir palabra alguna llegaron al restaurante. En el interior del mismo todo parecía haberse quedado congelado en el tiempo: Todo, o al menos así le pareció a Frida. Se dejaron guiar por el maître, y una vez sentados a la mesa Ribás procedió a elegir los vinos, transmitiendo con impecable acento francés su elección al camarero.
En el transcurso de la cena se fue disipando la tensión que se estableciera entre ellos, y la conversación fluyó sin impedimentos. Conversador avezado Ribás hizo gala de dominar los diversos temas que salieron a colación, denotando con ello una esmerada cultura. Frida lo miraba arrobada: el exultante fulgor de sus ojos era un claro exponente de la veneración que por él sentía. Marion también estaba pendiente de los gestos del rebuscado dandi, pero no por la misma razón que guiaba a Frida. En absoluto se sentía impresionada por aquel presuntuoso individuo, sino todo lo contrario. De su persona se desprendían emanaciones repelentes, detectadas por ella en el instante mismo en que estableciera contacto con su sudorosa mano: era signo inequívoco de una mente retorcida. La epidermis, muda a la par que expresiva había puesto en evidencia el universo secreto del hombre. Vano le sería parapetarse tras aquellos modales cultivados y su porte de excelso señor. No, jamás lograría embaucarla.
Cuanto más lo observaba, más repulsivo le parecía. Sintió cómo la incomodidad que le causaba iba en aumento, pugnando por expresarse a través de hirientes palabras. Pero estimando que zaherirlo a él era tanto como zaherir a Frida, encajó las mandíbulas y siguió aparentando una afabilidad que estaba muy lejos de ser auténtica. Pensó en argüir una excusa convincente que le permitiera irse a fumar un cigarrillo, una jaqueca por ejemplo, y al instante desechó la idea. “Sabes, querida, Alejandro detesta el olor a tabaco... Si quisieras hacerme el favor de evitar fumar en su presencia...  ¿Sí...? Mil gracias”, le había rogado Frida antes de salir de casa. “¡Menudo mamarracho estás hecho!”, masculló, mirándolo de reojo.
La sobremesa se prolongó más allá de lo imaginable. Y la irritabilidad  de Marion alcanzó cotas insospechadas.

© María José Rubiera Álvarez


viernes, 12 de mayo de 2017

El estigma de Urd (cap. XII)


Alejandro Ribás se convirtió en asiduo acompañante de Frida.

Observaba para con ella un comportamiento respetuoso y comedido. Jamás de sus labios salieron insinuaciones deshonestas, ni sus gestos fueron nunca los propios de aquel que busca saciar placeres de inmediato. Pero aunque nunca expresado Frida intuía el deseo masculino, columbraba el maremágnum de pasiones que se agitaba en lo más profundo de su ser: sus ojos delataban lo que a las palabras había prohibido manifestar.
El trato exquisito que le dispensaba su pretendiente –sumado a su arrogante figura– tomó dimensiones desproporcionadas ante los ojos de la romántica joven, que se supo pronta a quedarse atrapada en la subyugadora tiranía del amor: "Trompetas y clarines. Banderas flameantes. Pasión. Sonrisas y lágrimas. Enredos y secretos. Encuentros y desencuentros. Placer y tormento: Eros, diabólica criatura.
Frida vivía con fruición cada uno de los instantes pasados en compañía del hombre que el azar se había empecinado en cruzar en su camino. Estaba pletórica de felicidad. Aunque existía un hecho, una sombra gigantesca e intimidante que cerniéndose sobre su cabeza amenazaba con malograr su dicha: le había faltado coraje suficiente para confesarle a Ribás su escabroso modo de ganarse la vida.
Los días y las noches pasaron en un soplo. Marion regresó de su viaje, irrumpiendo en la casa hecha un torbellino, abrazando a Frida, parloteando sin cesar. Contenta de hallarse en terreno familiar, llorando y riendo a un tiempo procedió a desenvolver la infinidad de paquetes que previamente había ido desperdigando sobre la alfombra de la sala de estar. Vestidos, pulseras, collares, lencería, sombreros, amén de exóticos objetos decorativos desfilaron ante la atónita mirada de Frida.
— ¡Mira qué negligé más divina te he comprado! ¿Verdad que es preciosa? –y abrazando a su amiga, por enésima vez exclamó–: ¡Qué guapísima estás! No me canso de repetírtelo. Sin duda te han venido de perlas estas mini vacaciones.
— ¡Gracias! Tú también estás guapísima. Es evidente que te ha sentado bien el viaje.
— Si supieras lo mucho que deseaba regresar... Ese vejestorio me tenía harta. Es de un empalagoso que no veas.
— ¡Cuán desagradecida eres, muchacha!  Por lo que he podido observar, no te ha sido negado capricho alguno.
—También es cierto. Te confieso que me he sentido reina por espacio de quince días.
—Quizá lo apreciaras más en lo que vale si no estuviera tan pendiente de tus deseos. Si no fuese tan bueno, Marion...
—Si no fuese tan millonario, Frida... En fin, dejemos estar al vetusto señor –y emitiendo una sonora carcajada–. Necesitará semanas para reponerse de las intensas emociones que le he procurado. Hablemos de ti. ¿A qué te has dedicado durante mi ausencia?
Frida se mordió los labios, y arrebolada como una amapola respondió evasiva:
—He estado por ahí.
— ¿Hay algo que debería saber? –inquirió, escrutando el rostro de su amiga –ésta permaneció en silencio, pero el rubor que invadía sus mejillas fue una clara respuesta para la perspicaz Marion–. ¡Vaya! ¡No me digas que por fin has encontrado a tu soñado romeo! –Frida asintió con timidez–. ¿Sí...? Esto se pone interesante. ¿Quién es el afortunado? ¿Se trata de algún cliente? –la joven negó con la cabeza– ¿No? ¿Entonces no tengo la fortuna de conocer al galán? –y burlona– ¡Qué rabia me da!
—No te burles de mí.
—Nada más lejos de mi intención, querida. ¡Pero líbrame de esta intriga, por favor te lo pido!
—Lo cierto es que en cierta ocasión coincidimos en el compartimento de un tren. Y una vez más hemos vuelto a coincidir.
— ¿De modo que es el mismo hombre que te hizo huir despavorida?
—Es curioso: No recuerdo haberte comentado aquel incidente.
—Pues lo has hecho. Está visto que no se te puede dejar sola, chiquita. Me pregunto cuándo tenías pensado decírmelo.
—Estimé inoportuno comenzar  a agobiarte con mis aventurillas amorosas.
—No argumentes excusas, ¿quieres? Barrunto que por alguna razón, que sólo tú sabes, hubieras preferido mantener en secreto esa relación.
— ¿Se puede ocultar la felicidad, Marion?
—No lo sé... Supongo que no.
—Alégrate por mí, querida amiga. Te aseguro que nunca me había sentido tan feliz como ahora.
— ¡Con razón yo apreciaba algo diferente en ti! Estás enamorada hasta la médula. No comprendo qué ha podido pasarte para que en tan poco tiempo hayas llegado a colarte por un hombre al que apenas conoces. El fulano debe de ser un portento, de lo contrario no me lo explico. ¿Lo es...?
—Podrás juzgar por ti misma cuando te lo presente.
— ¿Tan seductor es? Por fuerza ha de serlo para llegar a atontarte de esa manera. ¡Quince días...! ¡Sólo ha necesitado quince días para atraparte en sus redes!
Frida comenzó a describir al dueño de su amor, sin reparar en el ceño fruncido de su amiga.
—Me resisto a creer lo que me cuentas, querida. Demasiado ideal para ser cierto.
—Te aseguro que no exagero, incluso es posible que me haya quedado corta en alabanzas. De verdad es tal como te lo he descrito, Marion.
—Tu “verdad” no es sino una distorsión de la realidad, lo cual me lleva a considerar que en absoluto eres objetiva.
—Tienes habilidad para confundir, amiga.
—De veras no pretendo ser aguafiestas. Pero insisto: es sospechosamente ideal.
—Ocurre que eres demasiado desconfiada, Marion. El hecho de que hayas sufrido una mala experiencia no significa que todos los hombres se ajusten al mismo patrón de conducta.
— ¡Cómo te atreves...! ¿En qué te basas para dar por hecho que he tenido una mala experiencia? ¿Acaso te he contado alguna vez mi vida?
—Tu androfobia habla por sí misma. Has de reconocer que en lo concerniente al sexo masculino eres demoledora. Sabes, estaría loca si me dejara guiar por la opinión que tienes acerca de los hombres.
—Te digo que es perjudicial para la salud idealizar a hombre alguno. A todos les mueve un único propósito: follarnos. Lo peor de todo es que no se limitan a follarnos el cuerpo sino también la psique.
—Te estás poniendo grosera, Marion, y no comprendo por qué.
—Estás en lo cierto. No debería sentirme afectada por algo que no es de mi incumbencia. Ojalá esa persona te haga tan feliz como esperas. Pero yo que tú nunca bajaría la guardia, por si acaso. La vida nos da sorpresas, chiquita, y no siempre son agradables.
— ¿Por qué será que todo el mundo está empeñado en organizarme la vida?
— ¿Será debido a lo desvalida que se te ve...? Cambiando de conversación, ¿ cuándo tendré el honor de conocer a tu “príncipe azul”?
—No hasta que hayas enterrado el hacha de guerra. ¡No vaya a ser que me lo asustes y ponga pies en polvorosa!
—Prometo mostrarme modosita.
—Ya. Si no te conociera... –dijo, y sus palabras sonaron huecas–. He de pedirte consejo, Marion.
—Claro. Tú dirás.
—Alejandro no sabe cómo me gano la vida. ¿Crees que debería decírselo?
—Me pones en un brete, querida. ¿Cómo es él? Me refiero a sus ideas, claro está. Si es machista y  harto posesivo mejor te abstienes de contarle nada, al menos por ahora.
—No sabría decirte. Es muy reservado.
—O sea, es un zorro de cuidado.
—No empecemos otra vez, por favor.
— ¿Sabe de mi existencia?
—Le he dicho que compartía piso con una amiga. Creo que debería presentártelo cuanto antes –dijo resuelta.
—Vale, de acuerdo. Pondré en jaque mis dotes de psicóloga.
—Al menos, a diferencia de mí, serás objetiva. ¡Marion, la guerrera irreductible, nunca se dejará cegar por las apariencias! –ironizó, esquivando el manotazo que Marion iba a propinarle.
El teléfono sonó con insistencia. Frida se apresuró a contestar: presentía que era su amor.     
—Alejandro nos invita a cenar con él.
— ¿Cuándo?
—Esta noche –y tapando el auricular–. ¿Qué le digo, Marion?
—Dile lo que te venga en gana.
—Si estás cansada o no te apetece, quedamos para otro día.
—Cuanto antes nos veamos las caras, mejor.
—Vale. Entonces le digo que pase a recogernos a las nueve y media.
—Tú misma.
 Frida la amonestó con la mirada, y Marion se dijo que aquella noche prometía ser de lo más tediosa.

© María José Rubiera Álvarez





martes, 2 de mayo de 2017

El estigma de Urd (cap. XI)

Frida frunció el entrecejo: ninguno de los vestidos almacenados en su ropero resultaba adecuado para la ocasión.
Había reservado mesa en uno de los restaurantes más lujosos de la ciudad, y deseosa de lucir lo más chic posible optó por asaltar el vestidor de Marion. Entre las numerosas prendas de vestir que su amiga atesoraba se decantó por un conjunto en seda tornasol verde agua y dorada, que resaltaba hasta lo indecible su femineidad. Se miró en el espejo: estaba preciosa. El traje se ajustaba como un guante a su estilizada figura. La tonalidad de la seda armonizaba con su tez bronceada por el sol.

A las diez de la noche, hizo aparición en el restaurante. Todas las miradas masculinas, incluso las de aquellos que cenaban en compañía de hermosas mujeres, recayeron sobre ella. Erguida, un tanto envarada por la expectación que había desencadenado su presencia, con paso firme se dejó conducir por el maître hasta la mesa que le había sido asignada.
El comedor había sido sabiamente decorado para deleitar a la selecta clientela. Invadiendo la superficie inmaculada de las mantelerías, compitiendo entre sí por obtener el premio a la exquisitez, loza de excelente manufactura inglesa, cubertería de plata, cristalería de Bohemia, pequeños búcaros de alabastrada textura que portaban rosas cuyo lujurioso carmesí destacaba sobre la albura del lino. La titilante luz de las velas, disputándole la iluminación a las luces indirectas, confería destellos plateados a las palmatorias. Un violinista, ataviado de frac, tensaba el arco sobre las cuerdas. El gemido de los primeros acordes no se hizo esperar y casi al instante el artista, logrando que el instrumento cobrara vida, interpretó una bellísima melodía.
Un lujo que en absoluto contribuía a que Frida disfrutase de la velada: la música y los susurros provenientes de las mesas contiguas le hacían acusar aún más si cabe la soledad. Cenó sin apetito alguno. Mientras apuraba poco a poco el café que le habían servido, reparó en la servil solicitud que el maître dispensaba a los comensales habituales. “Deferencia encaminada a recibir una espléndida propina”, se dijo.
La voz de una camarera la sacó de su abstracción:

—Disculpe, señora. Un caballero me ha rogado le entregue esta nota.
—Gracias. Muy amable –agradeció sorprendida. Desdoblando el papel, procedió a la lectura de la nota.

 “Estimada señorita, me sentiría sumamente halagado si aceptara departir conmigo en tanto nos tomamos unas copas. Considero me lo debe un poquito, puesto que me he pasado la velada pendiente de sus encantos. Me hallo sentado al fondo del comedor, a la derecha de usted. ¿Querría honrarme con su maravillosa presencia...?”

Frida paseó la mirada por el comedor. El enigmático remitente ocupaba una de las escasas mesas individuales. Pero la tenue luz que reinaba en el  recinto le impedía apreciar con nitidez el aspecto del desconocido. Pendiente de la mirada de ella, agitando la mano la saludó con una ceremoniosa inclinación de cabeza. Frida desvió la mirada, dudando entre aceptar la invitación o marcharse. En modo alguno le seducía pasarse otra noche en compañía de la soledad, pero aun así eligió irse del restaurante. A punto de traspasar el umbral de la puerta, cambió de idea y virando en redondo se dirigió resuelta hacia donde se encontraba el casanova, que habiéndose percatado de la maniobra la aguardaba puesto en pie.


—Un placer coincidir de nuevo con usted, señorita –tomando las manos femeninas entre las suyas, las besó con suma delicadeza. Frida no daba crédito a lo que sus ojos veían.  Esbozando una divertida sonrisa, él añadió–: Está usted en lo cierto. Soy aquel maleducado pasajero que teniendo un mal día se comportó harto injusto con usted. Gracias por aceptar mi invitación. Puesto que en su día no me concedió la oportunidad de decirle mi nombre, cabe presentarme como es debido –y alargando la diestra–: Soy Alejandro Ribás Lenor.
—Yo soy Frida –dijo con un hilo de voz.
—Un nombre en consonancia con su belleza.
—Gracias. Muy adulador –respondió turbada.
—No lo entienda como lisonja, Frida –el nombre pronunciado por los labios masculinos adquiría connotaciones melodiosas–. Tome asiento, por favor. ¿Qué desea tomar?
—Nada. Gracias. Preferiría nos fuésemos de aquí, si no le importa.
—Faltaría más. ¿Adónde le apetece ir?
—Lo cierto es que no lo sé.
— ¿Asumo la decisión?
—Sí, por favor.
—Bien. Entonces iremos a un lugar donde las estrellas lucen por techo.

Se encaminaron al parking. Frida, rechazando ocupar el asiento del copiloto, se instaló en la parte trasera del coche. Les sería preciso recorrer diversas calles atestadas de juerguistas, amén de varias avenidas obstaculizadas por el incesante discurrir de los vehículos hasta abordar un desvío que los llevaría a una colina desde donde podrían contemplar la magnitud del firmamento.
A través del retrovisor, amparada por la penumbra, Frida podía observar sin disimulo la penetrante mirada masculina: ora atenta al denso tráfico, ora enfocada hacia el rostro de la preciosa muchacha. El hombre hablaba sin cesar, haciendo alarde de esmerada dialéctica. De cuando en cuando, ella se permitía expresar algún que otro parecer. Si bien su voz no mostraba signos de inquietud, las sienes le palpitaban como si estuvieran a punto de estallar. Se regañaba a sí misma, calificándose de loca temeraria por subir al coche de un desconocido, máxime a aquella hora de la noche. Le costaba permanecer quieta en el asiento. Por suerte la oscuridad era su mejor aliada. Presa de mil emociones hubiera dado algo bueno con tal de poder encender un cigarrillo y aspirar el humo, que actuando a modo de sedante calmaría su desasosiego.
Por fin arribaron a la cima del promontorio. Transcurrida media hora, los temores de Frida se fueron disipando al observar el comportamiento correcto y educado de su acompañante. Conversaron acerca del lugar en que se encontraban, de la hermosa bahía que desde allí se divisaba en todo su esplendor: la luna llena destellaba sobre las aguas en calma, dotando de destellos ambarinos a las mismas. Como obedeciendo a un tácito acuerdo ambos se abstuvieron de formular preguntas que pudiesen romper el hechizo que los embargaba. En un  momento dado, Frida se sorprendió deseando que la noche se prolongara indefinidamente. Pasadas unas horas emprendieron el regreso. De nuevo en la ciudad acordaron irse a tomar unas copas que pusieran el colofón a tan agradable velada.

Aquella mágica noche, esculpida a fuego en la memoria de Frida, marcaría el principio de una tempestuosa relación.

© María José Rubiera Álvarez






  






martes, 28 de marzo de 2017

El estigma de Urd (cap. X)


Las hojas del calendario marcaron la pauta del paso de los meses.

Pleno de bochorno el verano hizo una vez más su aparición. Hoteles y apartamentos se abarrotaron de familias que buscaban disfrutar las vacaciones al máximo. Gente sosegada, que a diferencia de los “hijos de la noche” no buscaba sino divertirse de forma comedida. Gente que a lo largo del día solía frecuentar bien las playas, bien los lugares más emblemáticos de la populosa urbe y llegada una hora prudencial, agotados los más pequeños por el trajín diurno, solía retirarse a su temporal alojamiento.

Meses antes Marion, recelando de los crápulas que con tal de obtener el máximo goce no se detienen ante nada, había convenido con Frida mudarse del extrarradio al centro de la ciudad. Ahora habitaban un espacioso dúplex, y se anunciaban “señoritas de alto standing”. La nueva dirección sólo había sido comunicada a lo más selecto de la clientela: hombres pudientes, que amén de aportarles sustanciosos ingresos se habían ganado el apelativo “dignos de confianza”. Y el temor que en su día le quitara el sueño a  Marion pasó a ser una anécdota que incluir en sus futuras Memorias. Frida –feliz en apariencia– se reía cuando henchida de orgullo su socia y amiga hablaba de la encumbrada posición que habían alcanzado. Pero su felicidad era fingida: en lo profundo de su alma seguía albergando una inmensa tristeza.

La temporada estival había alcanzado su cenit cuando uno de los acaudalados clientes que solicitaban sus servicios le rogó a Marion se prestase a ser su acompañante personal. El caballero debía viajar a cierto país, en el cual se hallaba ubicada una de las empresas de su propiedad. Soltero por convicción había evitado dejarse atrapar por mujer alguna. Ahora, entrado en años, el amor, reencarnado en la figura de la atractiva pelirroja, había llamado a su puerta. Si bien Marion detestaba pasarse horas a bordo de un avión, alentada por Frida comenzó a preparar el equipaje necesario para una ausencia de dos semanas. Una vez concluido el negocio que se traía entre manos, el financiero había previsto emprender rumbo hacia una paradisíaca isla del Pacífico. Nada apetecía más que agasajar a la mujer por la que bebía los vientos.

—En tanto que yo permanezca ausente, no se te ocurra concertar cita alguna –reconvino Marion, minutos antes de emprender el viaje.
— Te recuerdo que estamos endeudadas hasta las cejas.
—Podemos permitírnoslo, Frida. Así que, mantén tu mente libre de preocupaciones y disfruta de tus días de descanso. Te vendrán de perlas –y dándole un sonoro beso en cada mejilla–: Cuídate, preciosa. Chao, nos vemos en breve.

Marion se fue, y Frida supo cuánto iba a echar en falta su presencia. Las horas siguientes lo confirmaron: las paredes se le caían encima. Haciéndosele insoportable el silencio se planteó acercarse hasta una conocida cafetería  y entablar conversación con alguien, pero en lugar de irse a la calle se acurrucó en el sofá. Sumida en una especie de catarsis dio rienda suelta a su pensamiento. El pasado, cercano aún, desfiló ante sus ojos, poniendo de relieve cada episodio vivido, cada detalle.  Meses atrás, en la antesala de un Juzgado,  disuelto ya el vínculo conyugal, había tenido que vérselas con su ex marido. Hostil, dirigiéndole miradas cargadas de desprecio se le acercó y glacial el tono de voz: “No cuentes con mi perdón, Frida, ni viva ni muerta. ¡No quiero volverte a ver en lo que me reste de vida! ¡Hasta nunca!” Así las cosas, rotos también los lazos que la unían a su progenitora, el término “familia” se le había reducido a un mero vocablo, sin connotación afectiva alguna.

Tres días llevaba ausente Marion. Tres días que a Frida le sonaban a eternidad. En especial al llegar la noche: insondable oscuridad, que desde niña le había causado temor. Ni siquiera las escasas horas en que dormitaba se hallaba libre de angustia. El duermevela venía siempre acompañado de pesadillas que le hacían despertarse sobresaltada. Los pensamientos suicidas, relegados en apariencia a lo más abstruso de su mente, retornaban inicuos, implacables.

De seguro habría salido malparada de no haberse propuesto poner fin a tan insidioso estado anímico.
© María José Rubiera Álvarez



viernes, 3 de febrero de 2017

El estigma de Urd (cap. IX)


Frida se sentía sucia: por fuera y por dentro.

Habiendo sido educada en la estricta observancia de unos valores morales, la certeza de estar contraviniendo los principios inculcados hacía que se considerase escoria. Cada vez se le hacía más denigrante desempeñar el oficio. Tanto y en tal grado la trastornaba intimar con extraños que había días en que enloquecida, deseosa de poner fin al sufrimiento que poco a poco iba minando su equilibrio emocional, presa de una ideación suicida que en momento alguno la abandonaba se encaminaba al acantilado. Una vez allí, posicionados los pies al borde del cantil, rogaba a Dios le diera fuerzas para saltar al vacío y succionada por el impetuoso oleaje dejarse arrastrar mar adentro. Pero si bien nada ambicionaba más que terminar de una vez por todas con su azarosa vida, una y otra vez, falta de valor suficiente, había desistido de su propósito.
Nada había vuelto a saber de la autora de sus días. En más de una ocasión, imbuida de nostalgia, se había planteado hablar con ella y ponerla al corriente de la desesperación en que se encontraba inmersa. Pero la necesidad de sincerarse había ido pareja al temor de quedarse sin palabras con que sostener un diálogo sin tapujos. Porque, ¿qué podría decirle...? ¿Acaso que su hija se había convertido en una fulana...? ¿O quizá le resultase menos impactante si le dijera que vendía su cuerpo al mejor postor...?
Transcurrieron angustiosas semanas, a lo largo de las cuales sufrió lo indecible, sin que en momento alguno dejara entrever la batalla que libraba en su interior. Y por fin un glorioso día tuvo lugar aquello que tanto había deseado: Su espíritu se disoció de la materia, hasta alcanzar la total desconexión de la misma. Su alma se volvió insensible a las vejaciones y ya nada le causó conmoción. Y por vez primera comenzó a sentirse si no feliz sí en paz consigo misma. Marion, que en momento alguno había sido ajena al sufrimiento de su amiga, respiró aliviada, no ya por el hecho de temer que el negocio se fuera a pique sino porque Frida había llegado a ocupar un lugar importante en su corazón.
A raíz de entonces, liberadas ambas de la tensión que sufrieran, los días comenzaron a transcurrirles con placidez. Vivían holgadamente, y tan sólo empañaba aquel buen vivir una insidiosa preocupación que tiempo atrás comenzara a corroer la mente de Marion: la seguridad. Obstinada en pensar que se hallaban expuestas a peligros de toda índole, se decía que en el momento más inesperado se llevarían un buen susto.
Aquella mañana, haciendo de la costumbre ley, Frida se había escapado a la playa. Tumbada a la vera del mar, escuchando el batir de las olas, dejándose acariciar por la brisa, sin otra ocupación que no fuese dejar la mente en blanco, se sentía feliz: atrás habían quedado las angustiosas semanas en que la depresión era su habitual compañera. Pensó en Marion, en cómo se había negado en redondo a acompañarla. Rememoró el debate que al respecto sostuvieran y una divertida sonrisa afloró a sus labios:
—No insistas, Frida –replicaba molesta.
—No entiendo por qué rehúsas tomar el sol. Es beneficioso para la salud.
—Lo será para ti. Para mí es perjudicial. No sólo se me irrita la piel sino que mis pecas se multiplican y me pongo hecha un adefesio.
—Pues a mí me gustan tus pecas. Le dan a tus mejillas un toque encantador. De hecho, no te imagino sin ellas.
—Pues si tanto te gustan, te las regalo. Oye, guapa, ¿acaso me consideras tan masoquista como para exponerme a los rayos ultravioleta? Sabes, paso olímpicamente de sentirme como una sardina a la plancha –decía, y con rotundidad aseguraba que nunca pisaría ni siquiera los aledaños de la playa.
Llegada la hora del almuerzo, Frida decidió bajar de las nubes y situar los pies sobre la tierra. Se enfundó el vestido playero, se calzó las chanclas y emprendió el regreso al domicilio.
No bien hubo franqueado el umbral de la puerta de entrada, Marion le salió al encuentro.
— ¡Hola! Estaba deseando que llegaras.
—Y eso, ¿por qué?
— ¡He hecho una compra sensacional! ¡Ven, te mostraré mi adquisición!
— ¿Qué tal si almorzamos primero? –propuso Frida–. Estoy hambrienta.
— ¿Podrías aguantar un poco el hambre? Tan sólo demoraremos el almuerzo unos minutos. Ven, por favor –rogó dirigiéndose a la sala de estar, seguida por una intrigada Frida. Sacó un paquete del cajón de una cómoda y desliando el envoltorio le mostró triunfal el objeto adquirido: un "juguete" metálico, cuyo negro armazón desprendía brillos siniestros.
— ¡Una pistola! ¡Qué horror! –exclamó atónita Frida. Y retrocedió trastabillando, hasta tal punto que estuvo en un tris de darse de bruces contra el suelo –. ¡¿Para qué quieres ese trasto?!
— ¿A santo de qué viene tamaña alteración? ¿No comprendes que debemos contar con un arma defensiva que nos proteja? Te enseñaré cómo funciona –dijo manejando con soltura la pistola–. Es de lo más sencillo: Insertamos el magazín, empujamos la corredera hacia atrás y ¡lista para disparar! –aseguró lanzando una carcajada. Y empuñando el arma por la culata con mano firme apretó el gatillo. La pistola emitió un clic que hizo retroceder aún más a la espantada Frida.
— ¡Aléjala de mi vista, por favor!
— ¿Acaso no ves que el cargador está vacío? Convéncete –dijo tendiéndole la pistola.
— ¡No! –gritó Frida.
—Pues deberías familiarizarte con ella. ¡Vamos, Frida, cógela sin miedo!
— ¡No me obligues a tocarla!
—Yo alucino contigo.
— ¡Por favor te lo ruego!
—Eres una maldita histérica –afirmó Marion, devolviendo el arma al lugar de donde la había sacado.
Frida comenzó a respirar agitadamente, como si de repente sus pulmones se vieran privados de oxígeno.
—Y tú una chiflada –respondió desplomándose en el sofá, con la respiración entrecortada aún–. Me das miedo, Marion. Eres de un agresivo rompedor. Y para más inri ni siquiera tienes licencia de armas.
—No. ¿Para qué la necesitas? –preguntó con aires de suficiencia.
— ¡Anda que…! ¡Nos puede caer una buena si nos descubre la policía! En el fondo me iba a resultar divertido, ¿sabes? Sí, creo que me alegraría mucho.
—Si es por eso, no temas. Salvo el que me la procuró y nosotras nadie sabrá de su existencia. ¡Ale, ayúdame! Debemos buscar un sitio donde poderla ocultar, pero ha de ser un lugar donde tengamos fácil acceso a ella. ¿Dónde sugieres que la guardemos?
— ¡Y yo qué sé…! ¡Por mí puedes tirarla por la ventana si te apetece! –respondió de mala manera.
— ¡Vaya…! ¿Quién habló de agresividad?
—Dirás que no hay motivo para conducirse así…
—Lo que digo es que no te lo tomes tan a la tremenda. Anda, tranquilízate. Seguro que no nos veremos forzadas a utilizarla.
—Estás loca, ¿lo sabías? ¡Loca de atar! No esperes hacerme cómplice de tus paranoias, porque no estoy dispuesta a permitir que eso suceda –y dirigiéndole una mirada aviesa prorrumpió en silencioso llanto.
— ¡Ah..! ¡¿Sí…?! ¿Estoy loca…? ¿Encima de preocuparme por ti…? ¿Preferirías la protección de un chulo, que-ri-di-ta? –espetó mordaz, silabeando con desdén la palabra “queridita”–. ¿Quieres que un macarra cabrón, un hijo de puta sin escrúpulos dirija nuestras vidas? ¡Pues adelante! ¿A qué esperamos…? –dijo desafiante, agitando las manos con frenesí–. ¡Salgamos y busquemos un proxeneta cuanto antes! ¡Caramba con la estúpida esta! ¿Sabes qué te digo…? ¡Bah..! ¡Vete a la mierda! –dijo encaminándose a la habitación contigua. Y antes de dar un portazo tras de sí espetó iracunda–: ¡Eres una mojigata! ¡Estoy harta de tus melindres! – Se encerró en el dormitorio y Frida permaneció en el salón, lamentando el incidente.
Marion debía de estar muy enfadada. Sus palabras malsonantes confirmaban su gran enojo. Jamás, desde que se conocieran, había hecho alarde de un vocabulario tan soez ni su voz había adquirido matices tan destemplados. Al cabo de varias horas sin que hubiera dado señales de vida, Frida, pesarosa, se dispuso a intentar hacer las paces con ella.
— ¿Puedo pasar, Marion? –preguntó, golpeando con suavidad la puerta. Y hubo de repetir varias veces la pregunta antes de que Marion le concediera acceder a sus dominios.
— ¿Qué demonios quieres…? –y mohína, apartando de un manotazo los rebeldes rizos que invadían su rostro–: ¿Se te ha perdido algo aquí…?
— ¿Me perdonas?
— ¡Déjame en paz!
—Discúlpame, ¿quieres? Reconozco que tal vez me he excedido un poco –reconoció, apoyándose en el quicio de la puerta.
— ¿Un poco…? ¡Te has pasado cinco pueblos, que no es lo mismo! Por cierto: ¿Qué haces ahí, tiesa como un garrote? ¡Venga, pasa de una vez! –ordenó–. ¡Uf...! ¡Qué mal rollo! ¡A saber qué habrás imaginado!
—Nada. Sólo me asusté. ¿Tan difícil es de entender que me aterren las armas de fuego?
—Pero ¿por qué? ¿Pensaste acaso que iba a utilizar el arma contra ti?
— ¡No! ¡Por favor…! Ni siquiera un segundo se me pasó por la cabeza que estuvieras dispuesta a agredirme. Disculpa si con mi actitud he dado pie a que se generase un malentendido.
— ¡Eres rematadamente absurda!
Marion estaba disgustada y dolida, y Frida tuvo que hacer gala de infinita paciencia para que las aguas turbulentas del enojo tornaran a su cauce. Cuando la cordialidad volvió a instalarse entre ambas, acordaron no hablar jamás del arma ni del uso que pudiera dársele en el futuro.
Y la pistola fue relegada al olvido en el dormitorio de Marion, en uno de los cajones de la mesilla de noche.
© María José Rubiera Álvarez