viernes, 3 de febrero de 2017

El estigma de Urd (cap. IX)


Frida se sentía sucia: por fuera y por dentro.

Habiendo sido educada en la estricta observancia de unos valores morales, la certeza de estar contraviniendo los principios inculcados hacía que se considerase escoria. Cada vez se le hacía más denigrante desempeñar el oficio. Tanto y en tal grado la trastornaba intimar con extraños que había días en que enloquecida, deseosa de poner fin al sufrimiento que poco a poco iba minando su equilibrio emocional, presa de una ideación suicida que en momento alguno la abandonaba se encaminaba al acantilado. Una vez allí, posicionados los pies al borde del cantil, rogaba a Dios le diera fuerzas para saltar al vacío y succionada por el impetuoso oleaje dejarse arrastrar mar adentro. Pero si bien nada ambicionaba más que terminar de una vez por todas con su azarosa vida, una y otra vez, falta de valor suficiente, había desistido de su propósito.
Nada había vuelto a saber de la autora de sus días. En más de una ocasión, imbuida de nostalgia, se había planteado hablar con ella y ponerla al corriente de la desesperación en que se encontraba inmersa. Pero la necesidad de sincerarse había ido pareja al temor de quedarse sin palabras con que sostener un diálogo sin tapujos. Porque, ¿qué podría decirle...? ¿Acaso que su hija se había convertido en una fulana...? ¿O quizá le resultase menos impactante si le dijera que vendía su cuerpo al mejor postor...?
Transcurrieron angustiosas semanas, a lo largo de las cuales sufrió lo indecible, sin que en momento alguno dejara entrever la batalla que libraba en su interior. Y por fin un glorioso día tuvo lugar aquello que tanto había deseado: Su espíritu se disoció de la materia, hasta alcanzar la total desconexión de la misma. Su alma se volvió insensible a las vejaciones y ya nada le causó conmoción. Y por vez primera comenzó a sentirse si no feliz sí en paz consigo misma. Marion, que en momento alguno había sido ajena al sufrimiento de su amiga, respiró aliviada, no ya por el hecho de temer que el negocio se fuera a pique sino porque Frida había llegado a ocupar un lugar importante en su corazón.
A raíz de entonces, liberadas ambas de la tensión que sufrieran, los días comenzaron a transcurrirles con placidez. Vivían holgadamente, y tan sólo empañaba aquel buen vivir una insidiosa preocupación que tiempo atrás comenzara a corroer la mente de Marion: la seguridad. Obstinada en pensar que se hallaban expuestas a peligros de toda índole, se decía que en el momento más inesperado se llevarían un buen susto.
Aquella mañana, haciendo de la costumbre ley, Frida se había escapado a la playa. Tumbada a la vera del mar, escuchando el batir de las olas, dejándose acariciar por la brisa, sin otra ocupación que no fuese dejar la mente en blanco, se sentía feliz: atrás habían quedado las angustiosas semanas en que la depresión era su habitual compañera. Pensó en Marion, en cómo se había negado en redondo a acompañarla. Rememoró el debate que al respecto sostuvieran y una divertida sonrisa afloró a sus labios:
—No insistas, Frida –replicaba molesta.
—No entiendo por qué rehúsas tomar el sol. Es beneficioso para la salud.
—Lo será para ti. Para mí es perjudicial. No sólo se me irrita la piel sino que mis pecas se multiplican y me pongo hecha un adefesio.
—Pues a mí me gustan tus pecas. Le dan a tus mejillas un toque encantador. De hecho, no te imagino sin ellas.
—Pues si tanto te gustan, te las regalo. Oye, guapa, ¿acaso me consideras tan masoquista como para exponerme a los rayos ultravioleta? Sabes, paso olímpicamente de sentirme como una sardina a la plancha –decía, y con rotundidad aseguraba que nunca pisaría ni siquiera los aledaños de la playa.
Llegada la hora del almuerzo, Frida decidió bajar de las nubes y situar los pies sobre la tierra. Se enfundó el vestido playero, se calzó las chanclas y emprendió el regreso al domicilio.
No bien hubo franqueado el umbral de la puerta de entrada, Marion le salió al encuentro.
— ¡Hola! Estaba deseando que llegaras.
—Y eso, ¿por qué?
— ¡He hecho una compra sensacional! ¡Ven, te mostraré mi adquisición!
— ¿Qué tal si almorzamos primero? –propuso Frida–. Estoy hambrienta.
— ¿Podrías aguantar un poco el hambre? Tan sólo demoraremos el almuerzo unos minutos. Ven, por favor –rogó dirigiéndose a la sala de estar, seguida por una intrigada Frida. Sacó un paquete del cajón de una cómoda y desliando el envoltorio le mostró triunfal el objeto adquirido: un "juguete" metálico, cuyo negro armazón desprendía brillos siniestros.
— ¡Una pistola! ¡Qué horror! –exclamó atónita Frida. Y retrocedió trastabillando, hasta tal punto que estuvo en un tris de darse de bruces contra el suelo –. ¡¿Para qué quieres ese trasto?!
— ¿A santo de qué viene tamaña alteración? ¿No comprendes que debemos contar con un arma defensiva que nos proteja? Te enseñaré cómo funciona –dijo manejando con soltura la pistola–. Es de lo más sencillo: Insertamos el magazín, empujamos la corredera hacia atrás y ¡lista para disparar! –aseguró lanzando una carcajada. Y empuñando el arma por la culata con mano firme apretó el gatillo. La pistola emitió un clic que hizo retroceder aún más a la espantada Frida.
— ¡Aléjala de mi vista, por favor!
— ¿Acaso no ves que el cargador está vacío? Convéncete –dijo tendiéndole la pistola.
— ¡No! –gritó Frida.
—Pues deberías familiarizarte con ella. ¡Vamos, Frida, cógela sin miedo!
— ¡No me obligues a tocarla!
—Yo alucino contigo.
— ¡Por favor te lo ruego!
—Eres una maldita histérica –afirmó Marion, devolviendo el arma al lugar de donde la había sacado.
Frida comenzó a respirar agitadamente, como si de repente sus pulmones se vieran privados de oxígeno.
—Y tú una chiflada –respondió desplomándose en el sofá, con la respiración entrecortada aún–. Me das miedo, Marion. Eres de un agresivo rompedor. Y para más inri ni siquiera tienes licencia de armas.
—No. ¿Para qué la necesitas? –preguntó con aires de suficiencia.
— ¡Anda que…! ¡Nos puede caer una buena si nos descubre la policía! En el fondo me iba a resultar divertido, ¿sabes? Sí, creo que me alegraría mucho.
—Si es por eso, no temas. Salvo el que me la procuró y nosotras nadie sabrá de su existencia. ¡Ale, ayúdame! Debemos buscar un sitio donde poderla ocultar, pero ha de ser un lugar donde tengamos fácil acceso a ella. ¿Dónde sugieres que la guardemos?
— ¡Y yo qué sé…! ¡Por mí puedes tirarla por la ventana si te apetece! –respondió de mala manera.
— ¡Vaya…! ¿Quién habló de agresividad?
—Dirás que no hay motivo para conducirse así…
—Lo que digo es que no te lo tomes tan a la tremenda. Anda, tranquilízate. Seguro que no nos veremos forzadas a utilizarla.
—Estás loca, ¿lo sabías? ¡Loca de atar! No esperes hacerme cómplice de tus paranoias, porque no estoy dispuesta a permitir que eso suceda –y dirigiéndole una mirada aviesa prorrumpió en silencioso llanto.
— ¡Ah..! ¡¿Sí…?! ¿Estoy loca…? ¿Encima de preocuparme por ti…? ¿Preferirías la protección de un chulo, que-ri-di-ta? –espetó mordaz, silabeando con desdén la palabra “queridita”–. ¿Quieres que un macarra cabrón, un hijo de puta sin escrúpulos dirija nuestras vidas? ¡Pues adelante! ¿A qué esperamos…? –dijo desafiante, agitando las manos con frenesí–. ¡Salgamos y busquemos un proxeneta cuanto antes! ¡Caramba con la estúpida esta! ¿Sabes qué te digo…? ¡Bah..! ¡Vete a la mierda! –dijo encaminándose a la habitación contigua. Y antes de dar un portazo tras de sí espetó iracunda–: ¡Eres una mojigata! ¡Estoy harta de tus melindres! – Se encerró en el dormitorio y Frida permaneció en el salón, lamentando el incidente.
Marion debía de estar muy enfadada. Sus palabras malsonantes confirmaban su gran enojo. Jamás, desde que se conocieran, había hecho alarde de un vocabulario tan soez ni su voz había adquirido matices tan destemplados. Al cabo de varias horas sin que hubiera dado señales de vida, Frida, pesarosa, se dispuso a intentar hacer las paces con ella.
— ¿Puedo pasar, Marion? –preguntó, golpeando con suavidad la puerta. Y hubo de repetir varias veces la pregunta antes de que Marion le concediera acceder a sus dominios.
— ¿Qué demonios quieres…? –y mohína, apartando de un manotazo los rebeldes rizos que invadían su rostro–: ¿Se te ha perdido algo aquí…?
— ¿Me perdonas?
— ¡Déjame en paz!
—Discúlpame, ¿quieres? Reconozco que tal vez me he excedido un poco –reconoció, apoyándose en el quicio de la puerta.
— ¿Un poco…? ¡Te has pasado cinco pueblos, que no es lo mismo! Por cierto: ¿Qué haces ahí, tiesa como un garrote? ¡Venga, pasa de una vez! –ordenó–. ¡Uf...! ¡Qué mal rollo! ¡A saber qué habrás imaginado!
—Nada. Sólo me asusté. ¿Tan difícil es de entender que me aterren las armas de fuego?
—Pero ¿por qué? ¿Pensaste acaso que iba a utilizar el arma contra ti?
— ¡No! ¡Por favor…! Ni siquiera un segundo se me pasó por la cabeza que estuvieras dispuesta a agredirme. Disculpa si con mi actitud he dado pie a que se generase un malentendido.
— ¡Eres rematadamente absurda!
Marion estaba disgustada y dolida, y Frida tuvo que hacer gala de infinita paciencia para que las aguas turbulentas del enojo tornaran a su cauce. Cuando la cordialidad volvió a instalarse entre ambas, acordaron no hablar jamás del arma ni del uso que pudiera dársele en el futuro.
Y la pistola fue relegada al olvido en el dormitorio de Marion, en uno de los cajones de la mesilla de noche.
© María José Rubiera Álvarez