Frida se sentía sucia: por fuera
y por dentro.
Habiendo sido educada en la estricta
observancia de unos valores morales, la certeza de estar contraviniendo los
principios inculcados hacía que se considerase escoria. Cada vez se le hacía
más denigrante desempeñar el oficio. Tanto y en tal grado la trastornaba
intimar con extraños que había días en que enloquecida, deseosa de poner fin al
sufrimiento que poco a poco iba minando su equilibrio emocional, presa de una
ideación suicida que en momento alguno la abandonaba se encaminaba al
acantilado. Una vez allí, posicionados los pies al borde del cantil, rogaba a
Dios le diera fuerzas para saltar al vacío y succionada por el impetuoso oleaje
dejarse arrastrar mar adentro. Pero si bien nada ambicionaba más que terminar
de una vez por todas con su azarosa vida, una y otra vez, falta de valor
suficiente, había desistido de su propósito.
Nada había vuelto a saber de la
autora de sus días. En más de una ocasión, imbuida de nostalgia, se había planteado
hablar con ella y ponerla al corriente de la desesperación en que se encontraba
inmersa. Pero la necesidad de sincerarse había ido pareja al temor de quedarse
sin palabras con que sostener un diálogo sin tapujos. Porque, ¿qué podría
decirle...? ¿Acaso que su hija se había convertido en una fulana...? ¿O quizá
le resultase menos impactante si le dijera que vendía su cuerpo al mejor
postor...?
Transcurrieron angustiosas semanas,
a lo largo de las cuales sufrió lo indecible, sin que en momento alguno dejara
entrever la batalla que libraba en su interior. Y por fin un glorioso día tuvo
lugar aquello que tanto había deseado: Su espíritu se disoció de la materia,
hasta alcanzar la total desconexión de la misma. Su alma se volvió insensible a
las vejaciones y ya nada le causó conmoción. Y por vez primera comenzó a
sentirse si no feliz sí en paz consigo misma. Marion, que en momento alguno
había sido ajena al sufrimiento de su amiga, respiró aliviada, no ya por el
hecho de temer que el negocio se fuera a pique sino porque Frida había llegado
a ocupar un lugar importante en su corazón.
A raíz de entonces, liberadas
ambas de la tensión que sufrieran, los días comenzaron a transcurrirles con
placidez. Vivían holgadamente, y tan sólo empañaba aquel buen vivir una
insidiosa preocupación que tiempo atrás comenzara a corroer la mente de Marion:
la seguridad. Obstinada en pensar que se hallaban expuestas a peligros de toda
índole, se decía que en el momento más inesperado se llevarían un buen susto.
Aquella mañana, haciendo de la
costumbre ley, Frida se había escapado a la playa. Tumbada a la vera del mar,
escuchando el batir de las olas, dejándose acariciar por la brisa, sin otra
ocupación que no fuese dejar la mente en blanco, se sentía feliz: atrás habían
quedado las angustiosas semanas en que la depresión era su habitual compañera. Pensó
en Marion, en cómo se había negado en redondo a acompañarla. Rememoró el debate
que al respecto sostuvieran y una divertida sonrisa afloró a sus labios:
—No insistas, Frida –replicaba
molesta.
—No entiendo por qué rehúsas tomar
el sol. Es beneficioso para la salud.
—Lo será para ti. Para mí es
perjudicial. No sólo se me irrita la piel sino que mis pecas se multiplican y
me pongo hecha un adefesio.
—Pues a mí me gustan tus pecas. Le
dan a tus mejillas un toque encantador. De hecho, no te imagino sin ellas.
—Pues si tanto te gustan, te las
regalo. Oye, guapa, ¿acaso me consideras tan masoquista como para exponerme a
los rayos ultravioleta? Sabes, paso olímpicamente de sentirme como una sardina
a la plancha –decía, y con rotundidad aseguraba que nunca pisaría ni siquiera
los aledaños de la playa.
Llegada la hora del almuerzo, Frida
decidió bajar de las nubes y situar los pies sobre la tierra. Se enfundó el vestido
playero, se calzó las chanclas y emprendió el regreso al domicilio.
No bien hubo franqueado el umbral
de la puerta de entrada, Marion le salió al encuentro.
— ¡Hola! Estaba deseando que llegaras.
—Y eso, ¿por qué?
— ¡He hecho una compra sensacional!
¡Ven, te mostraré mi adquisición!
— ¿Qué tal si almorzamos primero?
–propuso Frida–. Estoy hambrienta.
— ¿Podrías aguantar un poco el
hambre? Tan sólo demoraremos el almuerzo unos minutos. Ven, por favor –rogó dirigiéndose
a la sala de estar, seguida por una intrigada Frida. Sacó un paquete del cajón
de una cómoda y desliando el envoltorio le mostró triunfal el objeto adquirido:
un "juguete" metálico, cuyo negro armazón desprendía brillos siniestros.
— ¡Una pistola! ¡Qué horror!
–exclamó atónita Frida. Y retrocedió trastabillando, hasta tal punto que estuvo
en un tris de darse de bruces contra el suelo –. ¡¿Para qué quieres ese
trasto?!
— ¿A santo de qué viene tamaña
alteración? ¿No comprendes que debemos contar con un arma defensiva que nos
proteja? Te enseñaré cómo funciona –dijo manejando con soltura la pistola–. Es
de lo más sencillo: Insertamos el magazín, empujamos la corredera hacia atrás y
¡lista para disparar! –aseguró lanzando una carcajada. Y empuñando el arma por
la culata con mano firme apretó el gatillo. La pistola emitió un clic que hizo
retroceder aún más a la espantada Frida.
— ¡Aléjala de mi vista, por favor!
— ¿Acaso no ves que el cargador
está vacío? Convéncete –dijo tendiéndole la pistola.
— ¡No! –gritó Frida.
—Pues deberías familiarizarte con
ella. ¡Vamos, Frida, cógela sin miedo!
— ¡No me obligues a tocarla!
—Yo alucino contigo.
— ¡Por favor te lo ruego!
—Eres una maldita histérica –afirmó
Marion, devolviendo el arma al lugar de donde la había sacado.
Frida comenzó a
respirar agitadamente, como si de repente sus pulmones se vieran privados de
oxígeno.
—Y tú una chiflada –respondió
desplomándose en el sofá, con la respiración entrecortada aún–. Me das miedo,
Marion. Eres de un agresivo rompedor. Y para más inri ni siquiera tienes
licencia de armas.
—No. ¿Para qué la necesitas?
–preguntó con aires de suficiencia.
— ¡Anda que…! ¡Nos puede caer una buena si nos descubre la policía! En el fondo me iba a resultar divertido, ¿sabes? Sí, creo que me alegraría mucho.
— ¡Anda que…! ¡Nos puede caer una buena si nos descubre la policía! En el fondo me iba a resultar divertido, ¿sabes? Sí, creo que me alegraría mucho.
—Si es por eso, no temas. Salvo
el que me la procuró y nosotras nadie sabrá de su existencia. ¡Ale, ayúdame!
Debemos buscar un sitio donde poderla ocultar, pero ha de ser un lugar donde
tengamos fácil acceso a ella. ¿Dónde sugieres que la guardemos?
— ¡Y yo qué sé…! ¡Por mí puedes
tirarla por la ventana si te apetece! –respondió de mala manera.
— ¡Vaya…! ¿Quién habló de
agresividad?
—Dirás que no hay motivo para
conducirse así…
—Lo que digo es que no te lo
tomes tan a la tremenda. Anda, tranquilízate. Seguro que no nos veremos
forzadas a utilizarla.
—Estás loca, ¿lo sabías? ¡Loca de
atar! No esperes hacerme cómplice de tus paranoias, porque no estoy dispuesta a
permitir que eso suceda –y dirigiéndole una mirada aviesa prorrumpió en silencioso
llanto.
— ¡Ah..! ¡¿Sí…?! ¿Estoy loca…?
¿Encima de preocuparme por ti…? ¿Preferirías la protección de un chulo, que-ri-di-ta?
–espetó mordaz, silabeando con desdén la palabra “queridita”–. ¿Quieres que un
macarra cabrón, un hijo de puta sin escrúpulos dirija nuestras vidas? ¡Pues
adelante! ¿A qué esperamos…? –dijo desafiante, agitando las manos con frenesí–.
¡Salgamos y busquemos un proxeneta cuanto antes! ¡Caramba con la estúpida esta!
¿Sabes qué te digo…? ¡Bah..! ¡Vete a la mierda! –dijo encaminándose a la
habitación contigua. Y antes de dar un portazo tras de sí espetó iracunda–:
¡Eres una mojigata! ¡Estoy harta de tus melindres! – Se encerró en el
dormitorio y Frida permaneció en el salón, lamentando el incidente.
Marion debía de estar muy
enfadada. Sus palabras malsonantes confirmaban su gran enojo. Jamás, desde que
se conocieran, había hecho alarde de un vocabulario tan soez ni su voz había
adquirido matices tan destemplados. Al cabo de varias horas sin que hubiera
dado señales de vida, Frida, pesarosa, se dispuso a intentar hacer las paces
con ella.
— ¿Puedo pasar, Marion? –preguntó,
golpeando con suavidad la puerta. Y hubo de repetir varias veces la pregunta
antes de que Marion le concediera acceder a sus dominios.
— ¿Qué demonios quieres…? –y
mohína, apartando de un manotazo los rebeldes rizos que invadían su rostro–:
¿Se te ha perdido algo aquí…?
— ¿Me perdonas?
— ¡Déjame en paz!
—Discúlpame, ¿quieres? Reconozco
que tal vez me he excedido un poco –reconoció, apoyándose en el quicio de la
puerta.
— ¿Un poco…? ¡Te has
pasado cinco pueblos, que no es lo mismo! Por cierto: ¿Qué haces ahí, tiesa
como un garrote? ¡Venga, pasa de una vez! –ordenó–. ¡Uf...! ¡Qué mal rollo! ¡A
saber qué habrás imaginado!
—Nada. Sólo me asusté. ¿Tan difícil es de entender que me aterren las armas de fuego?
—Nada. Sólo me asusté. ¿Tan difícil es de entender que me aterren las armas de fuego?
—Pero ¿por qué? ¿Pensaste acaso
que iba a utilizar el arma contra ti?
— ¡No! ¡Por favor…! Ni siquiera
un segundo se me pasó por la cabeza que estuvieras dispuesta a agredirme.
Disculpa si con mi actitud he dado pie a que se generase un malentendido.
— ¡Eres rematadamente absurda!
Marion estaba disgustada y
dolida, y Frida tuvo que hacer gala de infinita paciencia para que las aguas
turbulentas del enojo tornaran a su cauce. Cuando la cordialidad volvió a
instalarse entre ambas, acordaron no hablar jamás del arma ni del uso que
pudiera dársele en el futuro.
Y la pistola fue relegada al
olvido en el dormitorio de Marion, en uno de los cajones de la mesilla de
noche.
© María José Rubiera Álvarez
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