Las hojas del calendario marcaron la pauta del paso
de los meses.
Pleno de bochorno el
verano hizo una vez más su aparición. Hoteles y apartamentos se abarrotaron de familias
que buscaban disfrutar las vacaciones al máximo. Gente sosegada, que a
diferencia de los “hijos de la noche” no buscaba sino divertirse de forma
comedida. Gente que a lo largo del día solía frecuentar bien las playas, bien
los lugares más emblemáticos de la populosa urbe y llegada una hora prudencial,
agotados los más pequeños por el trajín diurno, solía retirarse a su temporal
alojamiento.
Meses antes Marion,
recelando de los crápulas que con tal de obtener el máximo goce no se detienen
ante nada, había convenido con Frida mudarse del extrarradio al centro de la
ciudad. Ahora habitaban un espacioso dúplex, y se anunciaban “señoritas de alto
standing”. La nueva dirección sólo había sido comunicada a lo más selecto de la
clientela: hombres pudientes, que amén de aportarles sustanciosos ingresos se
habían ganado el apelativo “dignos de confianza”. Y el temor que en su día le
quitara el sueño a Marion pasó a ser una
anécdota que incluir en sus futuras Memorias. Frida –feliz en apariencia– se
reía cuando henchida de orgullo su socia y amiga hablaba de la encumbrada posición
que habían alcanzado. Pero su felicidad era fingida: en lo profundo de su alma
seguía albergando una inmensa tristeza.
La temporada estival
había alcanzado su cenit cuando uno de los acaudalados clientes que solicitaban
sus servicios le rogó a Marion se prestase a ser su acompañante personal. El
caballero debía viajar a cierto país, en el cual se hallaba ubicada una de las
empresas de su propiedad. Soltero por convicción había evitado dejarse atrapar
por mujer alguna. Ahora, entrado en años, el amor, reencarnado en la figura de
la atractiva pelirroja, había llamado a su puerta. Si bien Marion detestaba
pasarse horas a bordo de un avión, alentada por Frida comenzó a preparar el
equipaje necesario para una ausencia de dos semanas. Una vez concluido el
negocio que se traía entre manos, el financiero había previsto emprender rumbo hacia
una paradisíaca isla del Pacífico. Nada apetecía más que agasajar a la mujer
por la que bebía los vientos.
—En tanto que yo permanezca
ausente, no se te ocurra concertar cita alguna –reconvino Marion, minutos antes
de emprender el viaje.
— Te recuerdo que estamos endeudadas hasta las cejas.
—Podemos permitírnoslo, Frida. Así que, mantén tu mente libre de preocupaciones y disfruta de tus días de descanso. Te vendrán de perlas –y dándole un sonoro beso en cada mejilla–: Cuídate, preciosa. Chao, nos vemos en breve.
— Te recuerdo que estamos endeudadas hasta las cejas.
—Podemos permitírnoslo, Frida. Así que, mantén tu mente libre de preocupaciones y disfruta de tus días de descanso. Te vendrán de perlas –y dándole un sonoro beso en cada mejilla–: Cuídate, preciosa. Chao, nos vemos en breve.
Marion se fue, y Frida
supo cuánto iba a echar en falta su presencia. Las horas siguientes lo
confirmaron: las paredes se le caían encima. Haciéndosele insoportable el
silencio se planteó acercarse hasta una conocida cafetería y entablar conversación con alguien, pero en
lugar de irse a la calle se acurrucó en el sofá. Sumida en una especie de
catarsis dio rienda suelta a su pensamiento. El pasado, cercano aún, desfiló
ante sus ojos, poniendo de relieve cada episodio vivido, cada detalle. Meses atrás, en la antesala de un Juzgado, disuelto ya el vínculo conyugal, había tenido que
vérselas con su ex marido. Hostil, dirigiéndole miradas cargadas de desprecio se
le acercó y glacial el tono de voz: “No cuentes con mi perdón, Frida, ni viva
ni muerta. ¡No quiero volverte a ver en lo que me reste de vida! ¡Hasta nunca!”
Así las cosas, rotos también los lazos que la unían a su progenitora, el
término “familia” se le había reducido a un mero vocablo, sin connotación
afectiva alguna.
Tres días llevaba
ausente Marion. Tres días que a Frida le sonaban a eternidad. En especial al
llegar la noche: insondable oscuridad, que desde niña le había causado temor. Ni
siquiera las escasas horas en que dormitaba se hallaba libre de angustia. El
duermevela venía siempre acompañado de pesadillas que le hacían despertarse
sobresaltada. Los pensamientos suicidas, relegados en apariencia a lo más
abstruso de su mente, retornaban inicuos, implacables.
De seguro habría salido
malparada de no haberse propuesto poner fin a tan insidioso estado anímico.
© María José Rubiera Álvarez