viernes, 12 de mayo de 2017

El estigma de Urd (cap. XII)


Alejandro Ribás se convirtió en asiduo acompañante de Frida.

Observaba para con ella un comportamiento respetuoso y comedido. Jamás de sus labios salieron insinuaciones deshonestas, ni sus gestos fueron nunca los propios de aquel que busca saciar placeres de inmediato. Pero aunque nunca expresado Frida intuía el deseo masculino, columbraba el maremágnum de pasiones que se agitaba en lo más profundo de su ser: sus ojos delataban lo que a las palabras había prohibido manifestar.
El trato exquisito que le dispensaba su pretendiente –sumado a su arrogante figura– tomó dimensiones desproporcionadas ante los ojos de la romántica joven, que se supo pronta a quedarse atrapada en la subyugadora tiranía del amor: "Trompetas y clarines. Banderas flameantes. Pasión. Sonrisas y lágrimas. Enredos y secretos. Encuentros y desencuentros. Placer y tormento: Eros, diabólica criatura.
Frida vivía con fruición cada uno de los instantes pasados en compañía del hombre que el azar se había empecinado en cruzar en su camino. Estaba pletórica de felicidad. Aunque existía un hecho, una sombra gigantesca e intimidante que cerniéndose sobre su cabeza amenazaba con malograr su dicha: le había faltado coraje suficiente para confesarle a Ribás su escabroso modo de ganarse la vida.
Los días y las noches pasaron en un soplo. Marion regresó de su viaje, irrumpiendo en la casa hecha un torbellino, abrazando a Frida, parloteando sin cesar. Contenta de hallarse en terreno familiar, llorando y riendo a un tiempo procedió a desenvolver la infinidad de paquetes que previamente había ido desperdigando sobre la alfombra de la sala de estar. Vestidos, pulseras, collares, lencería, sombreros, amén de exóticos objetos decorativos desfilaron ante la atónita mirada de Frida.
— ¡Mira qué negligé más divina te he comprado! ¿Verdad que es preciosa? –y abrazando a su amiga, por enésima vez exclamó–: ¡Qué guapísima estás! No me canso de repetírtelo. Sin duda te han venido de perlas estas mini vacaciones.
— ¡Gracias! Tú también estás guapísima. Es evidente que te ha sentado bien el viaje.
— Si supieras lo mucho que deseaba regresar... Ese vejestorio me tenía harta. Es de un empalagoso que no veas.
— ¡Cuán desagradecida eres, muchacha!  Por lo que he podido observar, no te ha sido negado capricho alguno.
—También es cierto. Te confieso que me he sentido reina por espacio de quince días.
—Quizá lo apreciaras más en lo que vale si no estuviera tan pendiente de tus deseos. Si no fuese tan bueno, Marion...
—Si no fuese tan millonario, Frida... En fin, dejemos estar al vetusto señor –y emitiendo una sonora carcajada–. Necesitará semanas para reponerse de las intensas emociones que le he procurado. Hablemos de ti. ¿A qué te has dedicado durante mi ausencia?
Frida se mordió los labios, y arrebolada como una amapola respondió evasiva:
—He estado por ahí.
— ¿Hay algo que debería saber? –inquirió, escrutando el rostro de su amiga –ésta permaneció en silencio, pero el rubor que invadía sus mejillas fue una clara respuesta para la perspicaz Marion–. ¡Vaya! ¡No me digas que por fin has encontrado a tu soñado romeo! –Frida asintió con timidez–. ¿Sí...? Esto se pone interesante. ¿Quién es el afortunado? ¿Se trata de algún cliente? –la joven negó con la cabeza– ¿No? ¿Entonces no tengo la fortuna de conocer al galán? –y burlona– ¡Qué rabia me da!
—No te burles de mí.
—Nada más lejos de mi intención, querida. ¡Pero líbrame de esta intriga, por favor te lo pido!
—Lo cierto es que en cierta ocasión coincidimos en el compartimento de un tren. Y una vez más hemos vuelto a coincidir.
— ¿De modo que es el mismo hombre que te hizo huir despavorida?
—Es curioso: No recuerdo haberte comentado aquel incidente.
—Pues lo has hecho. Está visto que no se te puede dejar sola, chiquita. Me pregunto cuándo tenías pensado decírmelo.
—Estimé inoportuno comenzar  a agobiarte con mis aventurillas amorosas.
—No argumentes excusas, ¿quieres? Barrunto que por alguna razón, que sólo tú sabes, hubieras preferido mantener en secreto esa relación.
— ¿Se puede ocultar la felicidad, Marion?
—No lo sé... Supongo que no.
—Alégrate por mí, querida amiga. Te aseguro que nunca me había sentido tan feliz como ahora.
— ¡Con razón yo apreciaba algo diferente en ti! Estás enamorada hasta la médula. No comprendo qué ha podido pasarte para que en tan poco tiempo hayas llegado a colarte por un hombre al que apenas conoces. El fulano debe de ser un portento, de lo contrario no me lo explico. ¿Lo es...?
—Podrás juzgar por ti misma cuando te lo presente.
— ¿Tan seductor es? Por fuerza ha de serlo para llegar a atontarte de esa manera. ¡Quince días...! ¡Sólo ha necesitado quince días para atraparte en sus redes!
Frida comenzó a describir al dueño de su amor, sin reparar en el ceño fruncido de su amiga.
—Me resisto a creer lo que me cuentas, querida. Demasiado ideal para ser cierto.
—Te aseguro que no exagero, incluso es posible que me haya quedado corta en alabanzas. De verdad es tal como te lo he descrito, Marion.
—Tu “verdad” no es sino una distorsión de la realidad, lo cual me lleva a considerar que en absoluto eres objetiva.
—Tienes habilidad para confundir, amiga.
—De veras no pretendo ser aguafiestas. Pero insisto: es sospechosamente ideal.
—Ocurre que eres demasiado desconfiada, Marion. El hecho de que hayas sufrido una mala experiencia no significa que todos los hombres se ajusten al mismo patrón de conducta.
— ¡Cómo te atreves...! ¿En qué te basas para dar por hecho que he tenido una mala experiencia? ¿Acaso te he contado alguna vez mi vida?
—Tu androfobia habla por sí misma. Has de reconocer que en lo concerniente al sexo masculino eres demoledora. Sabes, estaría loca si me dejara guiar por la opinión que tienes acerca de los hombres.
—Te digo que es perjudicial para la salud idealizar a hombre alguno. A todos les mueve un único propósito: follarnos. Lo peor de todo es que no se limitan a follarnos el cuerpo sino también la psique.
—Te estás poniendo grosera, Marion, y no comprendo por qué.
—Estás en lo cierto. No debería sentirme afectada por algo que no es de mi incumbencia. Ojalá esa persona te haga tan feliz como esperas. Pero yo que tú nunca bajaría la guardia, por si acaso. La vida nos da sorpresas, chiquita, y no siempre son agradables.
— ¿Por qué será que todo el mundo está empeñado en organizarme la vida?
— ¿Será debido a lo desvalida que se te ve...? Cambiando de conversación, ¿ cuándo tendré el honor de conocer a tu “príncipe azul”?
—No hasta que hayas enterrado el hacha de guerra. ¡No vaya a ser que me lo asustes y ponga pies en polvorosa!
—Prometo mostrarme modosita.
—Ya. Si no te conociera... –dijo, y sus palabras sonaron huecas–. He de pedirte consejo, Marion.
—Claro. Tú dirás.
—Alejandro no sabe cómo me gano la vida. ¿Crees que debería decírselo?
—Me pones en un brete, querida. ¿Cómo es él? Me refiero a sus ideas, claro está. Si es machista y  harto posesivo mejor te abstienes de contarle nada, al menos por ahora.
—No sabría decirte. Es muy reservado.
—O sea, es un zorro de cuidado.
—No empecemos otra vez, por favor.
— ¿Sabe de mi existencia?
—Le he dicho que compartía piso con una amiga. Creo que debería presentártelo cuanto antes –dijo resuelta.
—Vale, de acuerdo. Pondré en jaque mis dotes de psicóloga.
—Al menos, a diferencia de mí, serás objetiva. ¡Marion, la guerrera irreductible, nunca se dejará cegar por las apariencias! –ironizó, esquivando el manotazo que Marion iba a propinarle.
El teléfono sonó con insistencia. Frida se apresuró a contestar: presentía que era su amor.     
—Alejandro nos invita a cenar con él.
— ¿Cuándo?
—Esta noche –y tapando el auricular–. ¿Qué le digo, Marion?
—Dile lo que te venga en gana.
—Si estás cansada o no te apetece, quedamos para otro día.
—Cuanto antes nos veamos las caras, mejor.
—Vale. Entonces le digo que pase a recogernos a las nueve y media.
—Tú misma.
 Frida la amonestó con la mirada, y Marion se dijo que aquella noche prometía ser de lo más tediosa.

© María José Rubiera Álvarez





martes, 2 de mayo de 2017

El estigma de Urd (cap. XI)

Frida frunció el entrecejo: ninguno de los vestidos almacenados en su ropero resultaba adecuado para la ocasión.
Había reservado mesa en uno de los restaurantes más lujosos de la ciudad, y deseosa de lucir lo más chic posible optó por asaltar el vestidor de Marion. Entre las numerosas prendas de vestir que su amiga atesoraba se decantó por un conjunto en seda tornasol verde agua y dorada, que resaltaba hasta lo indecible su femineidad. Se miró en el espejo: estaba preciosa. El traje se ajustaba como un guante a su estilizada figura. La tonalidad de la seda armonizaba con su tez bronceada por el sol.

A las diez de la noche, hizo aparición en el restaurante. Todas las miradas masculinas, incluso las de aquellos que cenaban en compañía de hermosas mujeres, recayeron sobre ella. Erguida, un tanto envarada por la expectación que había desencadenado su presencia, con paso firme se dejó conducir por el maître hasta la mesa que le había sido asignada.
El comedor había sido sabiamente decorado para deleitar a la selecta clientela. Invadiendo la superficie inmaculada de las mantelerías, compitiendo entre sí por obtener el premio a la exquisitez, loza de excelente manufactura inglesa, cubertería de plata, cristalería de Bohemia, pequeños búcaros de alabastrada textura que portaban rosas cuyo lujurioso carmesí destacaba sobre la albura del lino. La titilante luz de las velas, disputándole la iluminación a las luces indirectas, confería destellos plateados a las palmatorias. Un violinista, ataviado de frac, tensaba el arco sobre las cuerdas. El gemido de los primeros acordes no se hizo esperar y casi al instante el artista, logrando que el instrumento cobrara vida, interpretó una bellísima melodía.
Un lujo que en absoluto contribuía a que Frida disfrutase de la velada: la música y los susurros provenientes de las mesas contiguas le hacían acusar aún más si cabe la soledad. Cenó sin apetito alguno. Mientras apuraba poco a poco el café que le habían servido, reparó en la servil solicitud que el maître dispensaba a los comensales habituales. “Deferencia encaminada a recibir una espléndida propina”, se dijo.
La voz de una camarera la sacó de su abstracción:

—Disculpe, señora. Un caballero me ha rogado le entregue esta nota.
—Gracias. Muy amable –agradeció sorprendida. Desdoblando el papel, procedió a la lectura de la nota.

 “Estimada señorita, me sentiría sumamente halagado si aceptara departir conmigo en tanto nos tomamos unas copas. Considero me lo debe un poquito, puesto que me he pasado la velada pendiente de sus encantos. Me hallo sentado al fondo del comedor, a la derecha de usted. ¿Querría honrarme con su maravillosa presencia...?”

Frida paseó la mirada por el comedor. El enigmático remitente ocupaba una de las escasas mesas individuales. Pero la tenue luz que reinaba en el  recinto le impedía apreciar con nitidez el aspecto del desconocido. Pendiente de la mirada de ella, agitando la mano la saludó con una ceremoniosa inclinación de cabeza. Frida desvió la mirada, dudando entre aceptar la invitación o marcharse. En modo alguno le seducía pasarse otra noche en compañía de la soledad, pero aun así eligió irse del restaurante. A punto de traspasar el umbral de la puerta, cambió de idea y virando en redondo se dirigió resuelta hacia donde se encontraba el casanova, que habiéndose percatado de la maniobra la aguardaba puesto en pie.


—Un placer coincidir de nuevo con usted, señorita –tomando las manos femeninas entre las suyas, las besó con suma delicadeza. Frida no daba crédito a lo que sus ojos veían.  Esbozando una divertida sonrisa, él añadió–: Está usted en lo cierto. Soy aquel maleducado pasajero que teniendo un mal día se comportó harto injusto con usted. Gracias por aceptar mi invitación. Puesto que en su día no me concedió la oportunidad de decirle mi nombre, cabe presentarme como es debido –y alargando la diestra–: Soy Alejandro Ribás Lenor.
—Yo soy Frida –dijo con un hilo de voz.
—Un nombre en consonancia con su belleza.
—Gracias. Muy adulador –respondió turbada.
—No lo entienda como lisonja, Frida –el nombre pronunciado por los labios masculinos adquiría connotaciones melodiosas–. Tome asiento, por favor. ¿Qué desea tomar?
—Nada. Gracias. Preferiría nos fuésemos de aquí, si no le importa.
—Faltaría más. ¿Adónde le apetece ir?
—Lo cierto es que no lo sé.
— ¿Asumo la decisión?
—Sí, por favor.
—Bien. Entonces iremos a un lugar donde las estrellas lucen por techo.

Se encaminaron al parking. Frida, rechazando ocupar el asiento del copiloto, se instaló en la parte trasera del coche. Les sería preciso recorrer diversas calles atestadas de juerguistas, amén de varias avenidas obstaculizadas por el incesante discurrir de los vehículos hasta abordar un desvío que los llevaría a una colina desde donde podrían contemplar la magnitud del firmamento.
A través del retrovisor, amparada por la penumbra, Frida podía observar sin disimulo la penetrante mirada masculina: ora atenta al denso tráfico, ora enfocada hacia el rostro de la preciosa muchacha. El hombre hablaba sin cesar, haciendo alarde de esmerada dialéctica. De cuando en cuando, ella se permitía expresar algún que otro parecer. Si bien su voz no mostraba signos de inquietud, las sienes le palpitaban como si estuvieran a punto de estallar. Se regañaba a sí misma, calificándose de loca temeraria por subir al coche de un desconocido, máxime a aquella hora de la noche. Le costaba permanecer quieta en el asiento. Por suerte la oscuridad era su mejor aliada. Presa de mil emociones hubiera dado algo bueno con tal de poder encender un cigarrillo y aspirar el humo, que actuando a modo de sedante calmaría su desasosiego.
Por fin arribaron a la cima del promontorio. Transcurrida media hora, los temores de Frida se fueron disipando al observar el comportamiento correcto y educado de su acompañante. Conversaron acerca del lugar en que se encontraban, de la hermosa bahía que desde allí se divisaba en todo su esplendor: la luna llena destellaba sobre las aguas en calma, dotando de destellos ambarinos a las mismas. Como obedeciendo a un tácito acuerdo ambos se abstuvieron de formular preguntas que pudiesen romper el hechizo que los embargaba. En un  momento dado, Frida se sorprendió deseando que la noche se prolongara indefinidamente. Pasadas unas horas emprendieron el regreso. De nuevo en la ciudad acordaron irse a tomar unas copas que pusieran el colofón a tan agradable velada.

Aquella mágica noche, esculpida a fuego en la memoria de Frida, marcaría el principio de una tempestuosa relación.

© María José Rubiera Álvarez