Frida frunció el entrecejo:
ninguno de los vestidos almacenados en su ropero resultaba adecuado para la
ocasión.
Había reservado mesa en uno de
los restaurantes más lujosos de la ciudad, y deseosa de lucir lo más chic posible
optó por asaltar el vestidor de Marion. Entre las numerosas prendas de vestir
que su amiga atesoraba se decantó por un conjunto en seda tornasol verde agua
y dorada, que resaltaba hasta lo indecible su femineidad. Se miró en el espejo:
estaba preciosa. El traje se ajustaba como un guante a su estilizada figura. La
tonalidad de la seda armonizaba con su tez bronceada por el sol.
A las diez de la noche, hizo
aparición en el restaurante. Todas las miradas masculinas, incluso las de
aquellos que cenaban en compañía de hermosas mujeres, recayeron sobre ella.
Erguida, un tanto envarada por la expectación que había desencadenado su
presencia, con paso firme se dejó conducir por el maître hasta la mesa que le
había sido asignada.
El comedor había sido sabiamente
decorado para deleitar a la selecta clientela. Invadiendo la superficie
inmaculada de las mantelerías, compitiendo entre sí por obtener el premio a la
exquisitez, loza de excelente manufactura inglesa, cubertería de plata,
cristalería de Bohemia, pequeños búcaros de alabastrada textura que portaban
rosas cuyo lujurioso carmesí destacaba sobre la albura del lino. La titilante
luz de las velas, disputándole la iluminación a las luces indirectas, confería
destellos plateados a las palmatorias. Un violinista, ataviado de frac, tensaba
el arco sobre las cuerdas. El gemido de los primeros acordes no se hizo esperar
y casi al instante el artista, logrando que el instrumento cobrara vida,
interpretó una bellísima melodía.
Un lujo que en absoluto
contribuía a que Frida disfrutase de la velada: la música y los susurros
provenientes de las mesas contiguas le hacían acusar aún más si cabe la
soledad. Cenó sin apetito alguno. Mientras apuraba poco a poco el café que le
habían servido, reparó en la servil solicitud que el maître dispensaba a los
comensales habituales. “Deferencia encaminada a recibir una espléndida
propina”, se dijo.
La voz de una camarera la sacó de
su abstracción:
—Disculpe, señora. Un caballero
me ha rogado le entregue esta nota.
—Gracias. Muy amable –agradeció
sorprendida. Desdoblando el papel, procedió a la lectura de la nota.
Frida paseó la mirada por el
comedor. El enigmático remitente ocupaba una de las escasas mesas individuales.
Pero la tenue luz que reinaba en el
recinto le impedía apreciar con nitidez el aspecto del desconocido.
Pendiente de la mirada de ella, agitando la mano la saludó con una ceremoniosa
inclinación de cabeza. Frida desvió la mirada, dudando entre aceptar la
invitación o marcharse. En modo alguno le seducía pasarse otra noche en
compañía de la soledad, pero aun así eligió irse del restaurante. A punto de
traspasar el umbral de la puerta, cambió de idea y virando en redondo se
dirigió resuelta hacia donde se encontraba el casanova, que habiéndose
percatado de la maniobra la aguardaba puesto en pie.
—Un placer coincidir de nuevo con
usted, señorita –tomando las manos femeninas entre las suyas, las besó con suma
delicadeza. Frida no daba crédito a lo que sus ojos veían. Esbozando una divertida sonrisa, él añadió–:
Está usted en lo cierto. Soy aquel maleducado pasajero que teniendo un mal día
se comportó harto injusto con usted. Gracias por aceptar mi invitación. Puesto
que en su día no me concedió la oportunidad de decirle mi nombre, cabe
presentarme como es debido –y alargando la diestra–: Soy Alejandro Ribás Lenor.
—Yo soy Frida –dijo con un hilo
de voz.
—Un nombre en consonancia con su
belleza.
—Gracias. Muy adulador –respondió
turbada.
—No lo entienda como lisonja,
Frida –el nombre pronunciado por los labios masculinos adquiría connotaciones
melodiosas–. Tome asiento, por favor. ¿Qué desea tomar?
—Nada. Gracias. Preferiría nos
fuésemos de aquí, si no le importa.
—Faltaría más. ¿Adónde le apetece
ir?
—Lo cierto es que no lo sé.
— ¿Asumo la decisión?
—Sí, por favor.
—Bien. Entonces iremos a un lugar
donde las estrellas lucen por techo.
Se encaminaron al parking. Frida,
rechazando ocupar el asiento del copiloto, se instaló en la parte trasera del
coche. Les sería preciso recorrer diversas calles atestadas de juerguistas,
amén de varias avenidas obstaculizadas por el incesante discurrir de los
vehículos hasta abordar un desvío que los llevaría a una colina desde donde
podrían contemplar la magnitud del firmamento.
A través del retrovisor, amparada
por la penumbra, Frida podía observar sin disimulo la penetrante mirada
masculina: ora atenta al denso tráfico, ora enfocada hacia el rostro de la
preciosa muchacha. El hombre hablaba sin cesar, haciendo alarde de esmerada dialéctica.
De cuando en cuando, ella se permitía expresar algún que otro parecer. Si bien
su voz no mostraba signos de inquietud, las sienes le palpitaban como si
estuvieran a punto de estallar. Se regañaba a sí misma, calificándose de loca
temeraria por subir al coche de un desconocido, máxime a aquella hora de la
noche. Le costaba permanecer quieta en el asiento. Por suerte la oscuridad era
su mejor aliada. Presa de mil emociones hubiera dado algo bueno con tal de
poder encender un cigarrillo y aspirar el humo, que actuando a modo de sedante
calmaría su desasosiego.
Por fin arribaron a la cima del
promontorio. Transcurrida media hora, los temores de Frida se fueron disipando
al observar el comportamiento correcto y educado de su acompañante. Conversaron
acerca del lugar en que se encontraban, de la hermosa bahía que desde allí se
divisaba en todo su esplendor: la luna llena destellaba sobre las aguas en
calma, dotando de destellos ambarinos a las mismas. Como obedeciendo a un
tácito acuerdo ambos se abstuvieron de formular preguntas que pudiesen romper
el hechizo que los embargaba. En un
momento dado, Frida se sorprendió deseando que la noche se prolongara
indefinidamente. Pasadas unas horas emprendieron el regreso. De nuevo en la
ciudad acordaron irse a tomar unas copas que pusieran el colofón a tan
agradable velada.
Aquella mágica noche, esculpida a
fuego en la memoria de Frida, marcaría el principio de una tempestuosa
relación.
© María José Rubiera Álvarez
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