Fiel a su promesa, a las nueve y
media en punto –ni un minuto más ni uno menos– Alejandro Ribás se encontraba
apostado ante la residencia de Marion y Frida, esperando con gesto hosco e impaciente
verlas aparecer de un momento a otro.
Cuando las jóvenes hicieron acto
de presencia, él se apresuró a apearse del automóvil, sin que nada en su rostro
evidenciara el malhumor que sin motivo aparente acusara momentos antes. Mostrando
por el contrario una amplia sonrisa se les aproximó y acariciando con la mirada
a Frida, sin más preámbulos se dirigió a Marion. “Tú debes de ser Marion. ¿Sí?
Un placer conocerte. Frida me ha hablado mucho de ti”, dijo con voz timbrada,
estrechando con delicadeza la mano femenina. “Lo mismo digo, Alejandro”,
respondió escueta Marion. Galante alabó los atuendos que las jóvenes lucían
para la ocasión, estimándose afortunado por tener el privilegio de estar en tan
hermosa compañía. Concluidos los formulismos de rigor los tres guardaron silencio.
“¿Nos ponemos en marcha, Alejandro?”, propuso Frida, rompiendo el mutismo que
amenazaba con enseñorearse de la velada. Sin emitir palabra alguna llegaron al
restaurante. En el interior del mismo todo parecía haberse quedado congelado en
el tiempo: Todo, o al menos así le pareció a Frida. Se dejaron guiar por el maître,
y una vez sentados a la mesa Ribás procedió a elegir los vinos, transmitiendo
con impecable acento francés su elección al camarero.
En el transcurso de la cena se
fue disipando la tensión que se estableciera entre ellos, y la conversación
fluyó sin impedimentos. Conversador avezado Ribás hizo gala de dominar los
diversos temas que salieron a colación, denotando con ello una esmerada
cultura. Frida lo miraba arrobada: el exultante fulgor de sus ojos era un claro
exponente de la veneración que por él sentía. Marion también estaba pendiente de
los gestos del rebuscado dandi, pero no por la misma razón que guiaba a Frida.
En absoluto se sentía impresionada por aquel presuntuoso individuo, sino todo
lo contrario. De su persona se desprendían emanaciones repelentes, detectadas
por ella en el instante mismo en que estableciera contacto con su sudorosa mano:
era signo inequívoco de una mente retorcida. La epidermis, muda a la par que
expresiva había puesto en evidencia el universo secreto del hombre. Vano le
sería parapetarse tras aquellos modales cultivados y su porte de excelso señor.
No, jamás lograría embaucarla.
Cuanto más lo observaba, más repulsivo le
parecía. Sintió cómo la incomodidad que le causaba iba en aumento, pugnando por
expresarse a través de hirientes palabras. Pero estimando que zaherirlo a él
era tanto como zaherir a Frida, encajó las mandíbulas y siguió aparentando una
afabilidad que estaba muy lejos de ser auténtica. Pensó en argüir una excusa
convincente que le permitiera irse a fumar un cigarrillo, una jaqueca por
ejemplo, y al instante desechó la idea. “Sabes, querida, Alejandro detesta el
olor a tabaco... Si quisieras hacerme el favor de evitar fumar en su presencia... ¿Sí...? Mil gracias”, le había rogado Frida
antes de salir de casa. “¡Menudo mamarracho estás hecho!”, masculló, mirándolo
de reojo.
La sobremesa se prolongó más allá
de lo imaginable. Y la irritabilidad de
Marion alcanzó cotas insospechadas.
© María José Rubiera Álvarez
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