De vuelta ya en el domicilio, una
vez se hubieron desembarazado de la presencia masculina Marion encendió un
cigarrillo y sin más preámbulos exclamó:
— ¡No
me gusta, Frida!
— ¿Qué
no te gusta, Marion...?
— ¡No
me gusta ese fulano!
— ¿Por
qué...? ¿Porque detesta el olor a tabaco...? ¿Tendría que fumarse los
cigarrillos de tres en tres para ganarse tu simpatía? –preguntó retadora.
— Se
esconde algo siniestro tras sus repulidas maneras –y estremeciéndose de pies a
cabeza–. Es un maníaco.
— ¡Alabado
sea Dios! ¿Acaso has de considerarlo un psicópata por el simple hecho de no
fumar?
— Estás
ciega, ¿sabes? Te han puesto una venda en los ojos que te impide ver la
realidad. ¿De verdad no has observado la meticulosidad con que comprobaba la
disposición de los cubiertos? ¿La escrupulosa inspección a la que sometió las
copas antes de verter el vino en ellas? ¿La regularidad obsesiva con que
consultaba el reloj...? En términos
psiquiátricos: Compulsiones.
— Nunca
habría esperado esto de ti –dijo Frida, mirándola con rencor.
— Aguarda
un momento... Aún me queda algo que añadir.
— ¡Déjalo
ya...! ¡No pienso seguir escuchándote!
— Sí
que me escucharás, niña. El desmedido alarde que hizo de sus conocimientos...
La suficiencia empleada al dirigirse a nosotras... Las miradas despectivas al
maître... ¡Megalomanía en estado puro! Habría que ponerle título a la obra: “El
rey y sus vasallos”. De no resultar tan patético, sería para desternillarse.
— ¡Ya
te vale, Marion! ¡Basta de seguir lanzando dardos envenenados!
— Enójate
conmigo si quieres. Me trae sin cuidado si a cambio consigo hacer saltar la
alarma en tu cabeza. Ese individuo es un auténtico desconocido para ti. ¿Qué
sabes acerca de él…? Harías bien en no dejarte obnubilar por la pasión.
Deberías dejarte asesorar por el sentido común y, cómo no, dejar que hable la
objetividad.
— Y
dale con la objetividad. Me pregunto si nunca te das por vencida.
— No.
No mientras peligre tu estabilidad.
— ¿A
qué estabilidad te refieres, Marion...? ¿A la económica, o a la emocional?
–preguntó iracunda.
— No
estaría de más incluir ambas en el mismo lote.
— A nivel emocional jamás me he
sentido mejor que ahora. Respecto a la estabilidad económica, me conformo con
tener lo justo para vivir. ¿De qué sirve nadar en la abundancia si no se es
feliz y la vida se convierte en una constante agonía?
— O
sea, “contigo pan y cebolla”. Me temo que has leído demasiados cuentos de
hadas, querida. Insisto: ¿Qué sabes acerca de ese individuo...? ¿Quién es…? ¿Dónde
reside…? ¿A qué se dedica…?
— Ni
lo sé ni me importa ni me preocupa.
— Pues
debería preocuparte, monina.
— Para
nada. Ahórrate los consejos, Marion. Por más que te empecines en achacarle
defectos, no conseguirás alejarme de él. Es el hombre con el que he soñado toda
la vida. Lo amaré siempre. ¿Te enteras…? ¡Siempre!
— Yo
que tú no me mostraría tan categórica.
— Ya.
Pero se da la circunstancia de que tú no eres yo.
— Elemental,
querido Watson –ironizó–. No
obstante, puesto que nobleza obliga, he de decirte que ese fulano es el típico
demoledor de almas. Distingo el paño, amiga. Lo distingo porque un espécimen
similar estuvo a punto de destruirme –y perdida la mirada en un punto
imaginario–. Hay noches en las que aún sueño con él. Se halla acostado a mi
lado… Me somete a todo tipo de vejaciones… ¡Oh, Dios!
— Entiendo
que tan amarga experiencia te dejara una huella indeleble en el corazón,
querida amiga. Pero eso no te da derecho a poner en tela de juicio la
integridad de todos los hombres que pueblan el planeta, ¿no crees?
— Está
bien... Tú ganas –y desplomándose en el sofá–: Puesto que el amor ha anulado tu
raciocinio, me doy por vencida. Pero recuerda: Siempre podrás contar con mi
apoyo.
— Lo
cual te agradezco más de lo que
imaginas. ¡Oh, Marion, prométeme que dejarás de preocuparte por mi
relación con Alejandro! Mala suerte si me equivoco. ¿Sí? –y reprimiendo un
bostezo– Sabes, estoy agotada. Me voy a acostar.
— ¿Te
importaría apagar las luces antes de acostarte?
— En
absoluto. ¿Vas a dormir en el salón?
— No
lo sé... Igual sí.
— En
ese caso, que duermas bien. Buenas noches –dijo, cerrando con suavidad la puerta del
dormitorio.
— Buenas
noches.
Ambas sabían que hablaban por
hablar: El fantasma del pasado les impediría conciliar el sueño.
© María José Rubiera Álvarez
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